Se ha puesto de moda en los últimos tiempos hacer una crítica sumaria y descalificatoria del bipartidismo al que, de una manera un tanto frívola, se le han achacado los males, vicios y defectos que, como sucede con cualquier otro sistema, afectan al que los españoles nos dimos en la, a veces también vituperada Transición. En primer lugar, afirmar que en España ha existido el bipartidismo porque, indudablemente, sólo han gobernado el PSOE y el PP -sólo ellos, tras UCD, han ocupado La Moncloa- es decir una parte de la verdad, importante, sin duda, pero sólo una parte. La historia de nuestras últimas cuatro décadas es imposible de entender si no tenemos en cuenta el papel, en muchas ocasiones esencial, que han desempeñado los partidos nacionalistas en la gobernabilidad del Estado, una veces para bien otras muchas, evidentemente, para mal, que eso es otra cuestión. Por no hablar de la presencia de pequeños partidos, nacionalistas, regionalistas o de izquierda radical, que han formado parte de gobiernos regionales, influyendo, además, decisivamente. En diversas comunidades autónomas ha habido gobiernos bipartitos, tripartitos y hasta de seis partidos, caracterizados creo que sin excepción, por su ineficacia y su proclividad al despilfarro y la ineficiencia, cuando no a la corrupción.
Hay, sin embargo, un dato irrefutable del Derecho constitucional comparado que muestra, dejando poco margen para la duda, que los países que mejor funcionan y que tienen un sistema político más eficaz, al servicio de los ciudadanos, son aquellos que disponen de un sistema bipartidista, a veces con un partido bisagra, como ha sido el caso de Alemania, hasta la práctica desaparición del FPD, o del Reino Unido con el presente Gobierno de coalición entre conservadores y liberal-socialdemócratas. Una fórmula que parece no va a repetirse pues, según las encuestas, este último partido -cuyo líder, Clegg, ha jugado en mi opinión un papel positivo en el Gabinete Cameron- no tiene muchas posibilidades, tras la elecciones previstas para mayo, de ser de nuevo el kingmaker, que dicen los anglosajones. Los británicos se debaten ahora entre un Cameron gastado y preso de sus obsesiones anti-europeas (las suyas y las de sus electores situados más a la derecha) y un Ed Miliband que hasta ahora no ha dado la talla. Su hermano David era mucho más consistente, pero la influencia sindical prefirió al más manejable.
En los Estados Unidos, el bipartidismo se ha mantenido, con brevísimos paréntesis, desde los orígenes de la República y ha sido una clave de su éxito. Ahora vive su peor momento por la radicalización del Partido Republicano, el llamado GOP o partido del elefante. Como consecuencia del sistema de primarias –que por aquí algunos consideran, poco reflexivamente, como la piedra de toque de la democracia- se han “infiltrado” en el partido unos elementos extremistas y con escasa, por decir algo, experiencia política que, en muy buena medida, han bloqueado el funcionamiento del sistema, como sucedió hace poco más de un año, cuando hasta que hubo que cerrar las oficinas federales. Aunque el tramo final del presente mandato presidencial va a ser muy complicado para Obama, la nefasta oleada del Tea Party está en pleno reflujo y es de esperar que se recupere el sistema normal de alternancia entre demócratas y republicanos.
Claro está que no todos los bipartidismos son deseables. No lo es si el partido que es la alternativa y que aspira lógicamente a asumir el poder, no tiene más objetivo que arrasar con todo lo que hizo su predecesor, en un proceso que en España conocemos muy bien porque fue el santo y seña de Zapatero y, en ocasiones, da la impresión de que es lo que acaricia Pedro Sánchez. Yo llamaría a esa actitud “tinelización”, esto es condenar a las tinieblas exteriores al otro partido, a ver si no vuelve a levantar cabeza. Es una actitud incompatible con una democracia madura (no me gusta lo de “avanzada”, por razones que explicaré otro día), pues somete a la vida política a un permanente vaivén, totalmente negativo para los intereses de los ciudadanos. Para decirlo más claro: Se trata de una actitud que nada tiene de democrática pues niega de raíz la legitimidad del pluralismo. Oír a Sánchez y sus “lindezas” acerca del Gobierno Rajoy es la mejor ilustración de ese radical negativismo.
Finalmente, hay bipartidismos imposibles que es el que se da cuando el partido-alternativa no ya es que quiera aniquilar al otro partido, sino que a lo que aspira es a cambiar el sistema político en sus mismas raíces. Es lo que sucedió en Italia durante tantos años cuando la Democracia Cristiana se perpetuó en el poder (convirtiéndose en un partido demasiado heterogéneo y corrupto) porque la única alternativa era el Partido Comunista. En plena Guerra Fría era impensable e inaceptable que un partido que aunque, con Berlinguer, se había distanciado un tanto de Moscú, no dejaba de tener vínculos estrechos con la Unión Soviética, pudiera acceder al gobierno de un país que, además, era miembro de la OTAN. Era lo que un politólogo italiano, Giorgio Galli, describió en un libro que entonces fue clásico, Il bipartitismo imperfetto. Con todas las diferencias del caso ese “bipartidismo imperfecto” es lo que ha existido en España, con PP y PSOE acosados por el corrupto pujolismo y su monserga engañosa de la gobernabilidad”.
En España, los problemas del sistema no provienen del bipartidismo sino, más bien, del sistema electoral, que se ha quedado irremediablemente viejo, cuyos males no se remediarían con primarias o listas abiertas, que muchos propician sin saber muy bien en qué consisten y cuáles serían sus consecuencias, sino en el exceso del proporcionalismo, que nuestra Constitución establece y que sería deseable suavizar con un elemento mayoritario, al estilo del sistema electoral alemán y su sistema del doble voto. Los grandes partidos seguirían teniendo el peso que les corresponde en un país serio y solvente y la existencia de distritos uninominales acercaría a electores y elegidos
Por supuesto cada cual puede crear un partido político, está en su derecho si cumple los requisitos legales. A los españoles parece que les encanta si recordamos que en el registro correspondiente, al poco de abrirse con la democracia recién estrenada, ya había más de doscientos partidos inscritos. Un inglés vería las cosas de otra manera: En lugar de hacer un nuevo partido que, dado su sistema electoral mayoritario con distritos uninominales, tendría pocas posibilidades de llegar a la Cámara de los Comunes, prefieren trabajar desde los partidos ya existentes. Esa fue, por ejemplo, la historia del New Labour de Blair que dio la vuelta al Partido Laborista estancado en una etapa perdedora.
España no está para experimentos ingeniosos de los arbitristas que, secularmente, nacen en este país casi como los hongos. España necesita recuperar el bipartidismo con un fuerte partido de centro-derecha, que no puede ser otro que el PP, y otro fuerte partido de centro-izquierda, que no debería ser otro que el PSOE. Lo que sucede es que este último partido está sumido en una crisis de la que no parece saber cómo salir. Las raíces del PSOE son muy radicales y ajenas a la socialdemocracia europea como se comprueba si se analiza su historia. Bastaría leer las resoluciones de sus XXVII Congreso (1976), el primero que celebró en libertad. Felipe González, que tuvo un gran maestro en Willy Brandt, tuvo que luchar a fondo, incluso dimitiendo, contra el “socialismo de los profesores”, anclados en un añejo e imposible marxismo y con no pocos elementos de leninismo. Logró hacer del PSOE un partido socialdemócrata, aunque los viejos demonios, que nunca desaparecieron del todo, reaparecieron de nuevo con Zapatero y la socialdemocracia fue arrojada por la ventana. El daño que se hizo al sistema por este incompetente personaje ha sido y sigue siendo un lastre enorme para la democracia.
Ni Rubalcaba ni Pedro Sánchez han sido capaces de poner orden en el destrozo descomunal que produjo Zapatero y de ahí la crisis en que se debate el partido, del que son buenas muestras, el caos del partido madrileño, el embaucamiento nacionalista del PSC catalán, la peculiar situación de Andalucía y el silencio clamoroso del resto, donde no aparece ni una sola idea válida. Con un partido así no sólo es imposible reconstituir un bipartidismo creativo, sino que es una invitación para que el hueco que deja lo ocupen opciones irresponsables, carentes de cualquier credencial democrática como Podemos. Pedro Sánchez se ha equivocado virando a la izquierda y ratificando el abandono de una socialdemocracia inspirada en la germánica para pelearse con un partido anti-sistema como Podemos, de netas raíces totalitarias, por mucho que se disfrace, con el cual cualquier idea de restablecer el bipartidismo es imposible. No deja de ser curioso que un partido con tanta experiencia acumulada, como el PSOE, esté dando una impresión de bisoñez y desorientación tan clamorosa.