A principios del mes de septiembre, el Partido Laborista británico –después de su contundente derrota el pasado mes de mayo ante el Partido Conservador de David Cameron- elegirá a su futuro líder. En ciertos sectores del propio partido y de la sociedad en general cunde la alarma porque, según las encuestas que circulan, de los cuatro candidatos que aspiran a ese liderazgo, el que en estos momentos tiene más posibilidades es el veterano parlamentario Jeremy Corbyn, situado en la izquierda más extrema y radical, que es un furibundo enemigo de la austeridad y de la reducción de impuestos (que han triunfado con Cameron) y que, como máximo objetivo y al servicio de un rancio marxismo que ya no se lleva ni en China, pretende desmontar el sistema capitalista. Para que no le falte nada, Corbyn es un entusiasta del fallecido Chávez y del fracasado “socialismo del siglo XXI”. Como remate, no vacila en considerar como amigos a miembros de Hezbolah y de Hamas, dos organizaciones consideradas como terroristas por la UE y los Estados Unidos. Para completar este brillante currículo, Corbyn propone el desarme nuclear, unilateral y sin condiciones del Reino Unido.
No es la primera vez que el laborismo británico tiene la tentación de irse a la izquierda más extrema. Ya lo hizo en los años setenta del pasado siglo, bajo el liderazgo de Michael Foot, que proponía cosas muy parecidas a las que ahora, casi medio siglo después, están en el programa de Corbyn. Eran aquellos unos tiempos en los que una parte de la izquierda europea –incluido, desde luego, el laborismo de Foot- no podía ocultar su simpatía y proclividad hacia cuando significaba entonces la Unión Soviética, en quien, muchos de ellos, veían la antorcha del futuro y, abiertamente, aspiraban a los que algunos llamaban la “convergencia” entre los dos bloques. (Siempre que quedara claro que el más moderno y “progresista” era el que tenía a Moscú como capital).
Las posibilidades de Corbyn se basan, sobre todo, en que es el candidato de las Trade Unions, la confederación de sindicatos británicos que, hay que recordar, no solo fundó al partido hace ahora algo más de un siglo, sino que sigue siendo su principal fuente de financiación. El derrotado Ed Miliband llegó al liderazgo del partido, precisamente contra su hermano David, mucho más moderado y experimentado, porque ya entonces le apoyaron con entusiasmo los sindicatos y le obligaron a asumir un programa de izquierda extrema, que ha llevado al Labour al peor resultado, casi desde sus orígenes. Por algo le llamaban –y a él parece que le encantaba “Red Ed” (Ed el Rojo)- un apelativo que, inevitablemente nos recuerda a los españoles a un anterior Presidente del Gobierno que también presumía de rojo y que consiguió para su partido la derrota más espectacular de su reciente historia.
Matthew d’Ancona, columnista de The Guardian (que es como la biblia de la izquierda británica y del mundo intelectual que transita por ese sector) se ha mostrado sorprendido y alarmado por semejantes perspectivas que, de realizarse, estima que condenarían al Partido Laborista a la irrelevancia y a una oposición de varias décadas, como la que sufrió, gracias a Foot, durante los dieciocho años que van de 1979 a 1997. Para d’Ancona, Corbyn, al que reconoce su capacidades oratorias, teñidas, desde luego de demagogia, Corbyn es “un socialista pasado de moda”. Lo que muestra, también, cómo incluso entre la izquierda europea eso de “socialista” ya no tiene circulación. Ahí está Valls, que ha propuesto que su partido, el de los socialistas franceses, arroje por la borda ese calificativo; o el partido de la izquierda italiana, que en realidad procede del extinto Partido Comunista, se titula, inteligentemente, Partido Demócrata, buscando una difícil identificación con su homólogo norteamericano. Y ya que hablamos de los Estados Unidos, allí Obama se ha tenido que defender de los que, despectivamente, le han etiquetado como socialista que allí es considerado como un insulto. Por cierto, d’Ancona, que publica el artículo citado en The New York Times, para que los americanos lo entiendan, escribe que poner al frente del Partido Laborista a Corbyn es como si los demócratas americanos designaran como candidatos a la Casa Blanca a Noam Chomsky o Michael Moore, dos personajes norteamericanos, bien conocidos por su estridencias, para los que la etiqueta de extrema izquierda se queda bastante corta.
Tony Blair ha advertido a los laboristas del peligro de apostar por el “purismo de extrema izquierda”. Y a los que le han dicho que su corazón les pide votar a Corbyn, le ha contestado que se hagan un trasplante. Sucede, sin embargo, que Blair, que llevó al partido a su más brillante etapa reciente, ha perdido mucha influencia en el partido, por la guerra de Irak, que produjo una fuerte división interna, y por algunas de sus actividades posteriores. Le harán caso o, seguramente, no, pero lo que dice está cargado de sentido común y de experiencia. Pero hoy por hoy, su partido es de los que no aprenden. Y no está solo en esa posición.
El caso británico demuestra que ni siquiera en esta época confusa, como consecuencia de la crisis, de los casos de corrupción detectados y enjuiciados y del descrédito de la clase política, que paga lo que hace mal e incluso lo que hace bien, las estructuras básicas de la sociedad se alteran. Una cosa son las corrientes de superficie y otra, muy distinta, las aguas profundas, que son mucho más estables. En toda Europa ha parecido recientemente obligado criticar sin tino –y, a veces, sin vergüenza- a los gobernantes. Todo está mal. Es muy viejo aquello que decían los italianos: “¿Piove? Porco governo”. Y si “non piove”, también “porco governo”. Sobre todo cuando la voz cantante de esa crítica indiscriminada la desempeña la oposición. Esa oposición, como ocurre aquí con el PSOE, que sin el menor sentido de Estado, no tiene otro programa que echar al PP para ponerse ellos. Para eso todo vale y todo lo demás sobra. Son incapaces de articular un programa pensando en los problemas de la gente porque desde la izquierda no hay soluciones para salir de la crisis: Toda Europa constata esa realidad. Votan “no” a todo lo que procede del Gobierno, sin siquiera leerlo, y por eso Pedro Sánchez se da el patinazo de proponer, como gran novedad, lo que ya está aprobado. Y con su voto en contra. Él se aferra a su matraca del federalismo, que tampoco sabe lo qué es. Por eso no lo explica.
A diferencia de lo que ocurre con otros partidos de izquierda europeos –seguramente el ejemplo más claro es el SPD alemán- el PSOE de Pedro Sánchez antepone sus particulares intereses -sobre todo los personales de su actual líder, que vendería su alma al diablo por entrar en La Moncloa- a los intereses del país. Es también uno de esos partidos que no ha aprendido nada y que, como Corbyn, aspira a irse a la izquierda más extrema posible, siguiendo la senda zapateril. Llevan anteojeras ideológicas y no ven lo que sucede alrededor. Si los neo-comunistas y asimilados, los amigos de Chávez y de su ínclito e insultante sucesor, han llegado a ocupar cotas de poder importante en el ámbito municipal y autonómico, ha sido gracias al PSOE, que demuestra así su deriva irresponsable e insensata. Todo vale para desmontar al PP y, en la medida de lo posible, triturarlo.
En la Europa civilizada y democrática se puede establecer como un axioma que las elecciones se ganan siempre en el centro. Otro tipo de experimentos carecen de futuro y siempre acaban mal. Un segundo axioma sería aquel según el cual los sistemas más consolidados y estables aspiran al bipartidismo o, en casos excepcionales, a la bipolaridad. Hubo un tiempo en que en el PSOE madrileño apareció un grupo de “renovadores” que, internamente, alguien llamó “renovadores de la nada”. Y, efectivamente, en la nada se esfumaron. Nuevamente, de eso hay bastante en la escena política española, dentro y fuera del PSOE, pero su destino es la nada o, más exactamente el nirvana, que en sánscrito significa “extinción”.