Tejas Verdes, de Fermín Cabal
Director de escena: Fermín Cabal
Intérpretes: María Segalerva, Nagore Germes Alfaro, Isabel Torrevejano y María Felices
Lugar de representación: Teatro Nueve Norte (Madrid)
La sala teatral madrileña Nueve Norte se ha propuesto iniciar la temporada llevando a las tablas a los autores españoles más representativos de nuestro presente arte escénico. Es un acierto incontrovertible su recuperación de Tejas verdes, del dramaturgo, guionista y director Fermín Cabal, que ha transfigurado la exposición de su propio texto original para remodelarlo en una representación novedosa. Si Tejas verdes es ya motivo de investigación como un clásico contemporáneo, la recreación que el autor hace ahora de él no merecerá menos atención de los estudiosos de nuestro teatro.
Tras dirigir su obra, Fermín Cabal consigue que Tejas verdes continúe siendo su consagrado drama de siempre, y que, al mismo tiempo, resulte una pieza distinta que seduce por sus innovaciones. Es sabido que el título proviene del “Campamento nº 2 de Prisioneros de la Escuela de Ingenieros Militares «Tejas Verdes»”, convertido en campo de concentración y tortura por el régimen dictatorial de Augusto Pinochet, lugar donde se perpetraron interrogatorios acompañados de los más espantosos suplicios, sin excluir las vejaciones sexuales, descargas eléctricas, extracción de órganos, simulación de fusilamientos y, por supuesto, fusilamientos no simulados. Al frente de su obra, el autor cuidó de situar una cita del poeta estadounidense Walt Whitman que jamás debería perderse de vista: “Si existe algo sagrado -dice Whitman-, el cuerpo humano es sagrado.” Y Tejas verdes es una crónica de la profanación nauseabunda de ese factor sagrado a causa de la vileza de la ambición política, del fanatismo, de la estupidez intolerante y del más cerril desprecio por la existencia humana. También es una crónica de la profunda llaga que esa injuria desencadena en el entorno de la persona ultrajada, así como la herida, por lo general gangrenada, que esta abre por tiempo indefinido en la sociedad donde se llevaron a cabo.
Tejas verdes apunta, en efecto, a ese centro de tortura chileno, pero a la vez ese infame acuartelamiento del cono sur latinoamericano encarna una denuncia de las sevicias del poder político en cualquier lugar del planeta. La obra -como otras muchas del autor de Castillos en el aire-, está elaborada desde el collage, comenzando por los materiales originarios, en muchas ocasiones extraídos de recuerdos personales de las víctimas, mezclados con testimonios de terceros e investigaciones independientes, sumado a la imaginación del dramaturgo para proporcionarle a ese conglomerado orden y máxima expresividad. Ya en el texto original, hoy traducido, entre otros idiomas, al francés y dos veces al inglés, así como representado en medio mundo, sitúa en el eje de la vorágine de la acción a una muchacha apodada como la “Colorina”, por esa alegría de vivir instintiva que la asemeja a esa ave risueña que se mueve veloz y rítmicamente de un lado a otro. El azar más imprevisible provoca que la “Colorina” sea arrastrada a ese saco sin fondo que es “Tejas Verdes” para sufrir las más impensables ignominias antes de “desaparecer”.

¿Cuál es el lugar más apropiado para que “aparezcan” los “desaparecidos”? En términos puramente físicos, posee un valor inapreciable la aparición de los restos mortales, ya que su recuperación permite a sus familiares -y al conjunto de la sociedad-, la ceremonia de su duelo e inhumación. Ya la tragedia de no poder realizar ese ritual fue subrayado por el teatro griego a través de Los siete contra Tebas, de Esquilo, cuando se autoriza a Antígona a enterrar a su hermano Eteocles, pero no a su otro hermano Polinices. Ese cuerpo olvidado en el campo de batalla a merced de las alimañas carroñeras por orden de un poder despótico será el origen de la tragedia de Antígona, infinitamente recreada en el teatro de todos los tiempos hasta nuestros días. La “Colorina” es aquí un Polinices más, como los millones de desaparecidos ignominiosamente sin tumba ni ceremonia en las inacabables masacres continuas de la humanidad.
Pero más allá de este aspecto referido específicamente a los restos mortales, lo cierto es que el lugar más idóneo para que reaparezcan los desaparecidos es sin duda: el teatro. Como remarcasen Antonin Artaud y Jacques Derrida, el teatro es por esencia espectral, y, por lo mismo, el espacio más apropiado para rescatar a esos espectros de los que se obligó a desaparecer. ¿Es necesario recordar a la Carmela de ¡Ay, Carmela!, de Sanchis Sinisterra, a los desaparecidos por los paramilitares de las Autodefensas en A título personal, de Santiago García, a la desaparecida tras el asalto del M-19 al Palacio de Justicia colombiano en La siempreviva, de Miguel Torres? No es, por cierto, un asunto limitadamente contemporáneo. Baste acordarse de los asesinados reaparecidos en el sueño de Gloucester, en el Ricardo III, de William Shakespeare, o, sin ir más lejos, en el espectro del padre de Hamlet. Un asunto recurrente e intrínseco al teatro a través de Aristófanes, Terencio, Calderón, Tirso de Molina, Molière, Corneille, Ibsen, Yeats, y un larguísimo etcétera.

Aquí la “Colorina” es el ser humano inmolado que retoma la palabra en el teatro para contarnos en un primer monólogo su aciaga suerte. Fermín Cabal no ahorra detalles en el horror, pero al mismo tiempo tampoco carga las tintas en lo abyecto, en lo repulsivo, en el asco de lo macabro. Colorina todavía conserva, como espectro, una alegría vital que paradójicamente han perdido muchos de los vivos. Ella se encarga de señalar la fuerza de la mujer -todas las protagonistas de la pieza son mujeres-, para vencer las tragedias y seguir impulsando la vida. A veces a costa de la amnesia, como en aquel canto de la Odisea donde Ulises y sus compañeros mascan la flor del olvido, la flor de Loto, con la que olvidan la tragedia de Troya. Colorina sabe que “la humanidad no habría podido sobrevivir de otro modo. Hemos aprendido a olvidar.” Pero a la vez entiende que ha llegado el momento de concluir con el olvido: “Es necesario que os hable y os diga.” El escenario es el espacio de la revelación que se sobrepone a la instintiva pérdida de la memoria. En el texto original, tras ella compadecen la Enterradora, la Delatora y la falsedad trasparente de la Doctora y la Abogada Española.
En la puesta en escena que hoy vemos en la Sala Nueve Norte, el propio Fermín Cabal se ha encargado de introducir significativas novedades. Ahora no nos encontramos con sucesivos monólogos, magistrales sin duda tomados independientemente uno por uno, pero quizá monótonos en la línea de acción del conjunto de la obra. En la actual representación, el autor y también director de la pieza, ha mezclado las sucesivas intervenciones, acentuando así la naturaleza primigenia de collage que Tejas verdes tuvo desde su origen. Es ahora el collage de un collage, donde con frecuencia los personajes interactúan y las actrices adoptan distintas personalidades. La excelente dirección de Fermín Cabal logra que la línea argumental esté perfectamente clara sin que se pierda en ningún momento el desarrollo de la acción. Pero la pieza gana en dinamismo, en variedad, en contrastes y en implicación emocional del espectador en las vicisitudes representadas y ya no narradas o simplemente referidas. Un título ya clásico de nuestro teatro contemporáneo acaba de ganar un sustancial grado más de intensidad.
A grandes rasgos, el otro aspecto destacado en esta puesta en escena es el incremento del contrapunto sarcástico frente al drama trágico de fondo. La autoironía de Fermín Cabal respecto a sí mismo en la propia obra, la desfachatez de la abogada española que defiende los intereses del general Augusto Pinochet, y un más vivo trabajo gestual de Isabel Torrevejano -en sus dos papeles de Abogada y Doctora-, de María Segalerva como Compañera, de María Felices como Enterradora, y de un modo aún más señalado en Nagore Germes como la “Colorina”, remarcan ese humor sarcástico que transmite a la obra mayor profundidad emocional. Particularmente Nagore Germes, cuya vis cómica pudimos apreciar recientemente en Nuestra cocina, encuentra un conseguido punto de equilibrio entre lo trágico y lo sarcástico, lo gestual y la interpretación orgánica desde el interior.
El novedoso baile de todas ellas en la escena final, estilo cabaret, con el trasfondo de los rostros de numerosos presidentes responsables de terrorismo de Estado, es un cáustico broche de oro a la función que acentúa la mordacidad sobre los responsables de la tragedia y le da una proyección universal. Rememoración dramática sin falsos sentimentalismos, causticidad sin frivolidades. Una oportunidad inexcusable para revisitar un clásico contemporáneo con una inyección extra de intensidad dramática y dinamismo.