Esta semana acudí a la recepción de Manuel Aragón como académico de la Real Academia de Jurisprudencia y Legislación. Su discurso versó sobre el “Uso y abuso del Decreto-Ley : Una propuesta de reinterpretación constitucional”.
El Rey Felipe VI presidió el acto, ya que le corresponde “El Alto Patronazgo de las Reales Academias”(artículo 62, j, de la CE), y sentados a su lado, ocuparon sus sitiales el presidente de la Real Academia, José Antonio Escudero, y el ministro de Justicia en funciones, Rafael Catalá. La contestación al discurso de Manuel Aragón fue realizada por Tomás Ramón Fernández.
El acto tenía una solemnidad especial. Era un momento importante por una conjunción de circunstancias. Al menos así lo sentí yo. Llegué a la ceremonia acompañado del profesor de Derecho Constitucional, Eloy García, y los dos veníamos de dialogar con alumnos universitarios en un Seminario dedicado a la Monarquía española y los problemas de nuestro Estado democrático. Por puro azar, me senté junto a Javier Delgado (expresidente del Consejo del Poder Judicial y magistrado constitucional), Fernando Ledesma, Francisco Caamaño (ambos Ministros de Justicia), y Alberto Aza (embajador y ex-Jefe de la Casa Real). Cuando terminó el acto, conversé con diversos asistentes, especialmente con los discípulos de Francisco Rubio Llorente, y compañeros de la Facultad de Derecho de Manuel Aragón, Juan José Solozábal, Paloma Biglino, y otros muchos más.
Peter Sloterdijk, en su enigmático libro “Esferas.I. Burbujas. Microesferología”(1998), escribe que las personas no son localizables en espacios exteriores definidos, sino que en sus relaciones crean sus propios espacios. La tarde que asistí al discurso de Manuel Aragón en la Real Academia de Jurisprudencia, tuve la sensación de estar viviendo encapsulado en varias esferas existenciales, yendo del pasado a mi presente vital, con una cierta sensación de irrealidad.
En el exterior se seguía desarrollando la espectacular tragicomedia política habitual. Sin embargo, cuando los asistentes al acto hablábamos de las presentes negociaciones de los partidos, nuestras opiniones quedaban en suspenso porque enseguida entrábamos en la esfera de la fantasía. Me vino bien haber escuchado unas horas antes a Eloy García la distinción que hizo Maquiavelo entre política y poder. Las negociaciones para lograr una investidura que evite unas nuevas elecciones, aunque pura táctica, apenas tienen dimensión política -la que se basa en lograr en el tiempo promesas electorales-, sino que están guiadas por búsqueda, en unos casos, del poder, y en otros, la mera conservación del poder.
También aprendí con Eloy García que hoy han muerto las ideologías de antaño, aquéllas que con los diferentes “ismos” crearon las democracias europeas. Ahora están emergiendo ideas, pero éstas deben traspasar espesas capas ideológicas fosilizadas, antes de salir a la luz del nuevo tiempo. Por eso apenas hay ideas en un momento en que las democracias sólo se mueven por la búsqueda y conservación del poder político, y éste tiene escasa capacidad de liberarse de la lógica económica.
En el interior, dentro de la Real Academia de Jurisprudencia, con sus antiguos símbolos y rituales, me parecía todo más real, y con esas personas conocidas, algunas de las cuales son antiguos amigos, percibí que la realidad que me rodeaba en aquella sala tenía la consistencia de los recuerdos mutuamente compartidos, algo que los acerca al conocimiento histórico. Esa esfera interior, separada de la esfera exterior de la política actual, tiene para mí una cierta racionalidad, pues los recuerdos son tratados con el método cartesiano, es decir, comparamos la situación de este presente, con nuestras experiencias del pasado.
Y nos encontramos con la política, la forma civilizada de usar el poder. De eso trató el discurso de Manuel Aragón sobre el “Uso y abuso del Decreto-Ley”. En el fondo, se trata de lo mismo: el Decreto-Ley es una forma más de entender la democracia sólo como un procedimiento de adopción de decisiones, despreciando la búsqueda de acuerdos, mediante el debate público parlamentario y ciudadano, que es lo que legitima el poder legal de las democracias. El Decreto-Ley, de ser un expediente excepcional, se ha pervertido en el socorrido método que usan los Gobiernos para decidir materias sin apenas debate. La estadística aportada por Aragón es sorprendente: “…desde 2008(…)los decretos-leyes alcanzaron una cifra equivalente al 42% de toda la legislación parlamentaria (incluidas las leyes orgánicas) y el 55,7% si sólo los comparamos con las leyes ordinarias. Y si acudimos a los datos de los últimos años (de enero de 2011 a 30 de noviembre de 2015) la progresión aumenta: 99 decretos-leyes frente a 166 leyes ordinarias y 53 leyes orgánicas, lo que significa que, si se incluyen las leyes orgánicas, la cifra de decretos-leyes se eleva hasta el 45,2%(…)y si sólo se tienen en cuenta las leyes ordinarias el porcentaje llega a alcanzar la impresionante cifra del 59,6%.”
Manuel Aragón, cuya independencia de criterio como magistrado constitucional fue ejemplar, reivindicó expresamente en su discurso el valor del debate parlamentario en las democracias.