Escribo este texto el lunes día 2 de octubre, después del estrambótico referéndum catalán de autodeterminación. Escribo en caliente. He visto signos inequívocos del derrumbamiento del Estado en Cataluña. Creo que el domingo se produjo un golpe de Estado en ese territorio. La Generalidad, el gobierno de Cataluña, y su presidente -que lo es en nombre del Estado español-, engañaron al Gobierno de España en asuntos tan esenciales como dejar sola a la Guardia Civil y a la Policía Nacional en el cumplimiento de la ley. El consejero y el jefe de la policía catalana vieron claro que ordenar a sus agentes que se mantuviesen impasibles cuando la gente se acercara a votar en la consulta ilegal, conducía a que los dos cuerpos policiales estatales tuviesen que enfrentarse solos a la muchedumbre enfervorizada. La trampa fue descomunal y traicionera. Los agentes de la Guardia Civil y de la Policía Nacional se convirtieron, a causa de la maniobra tramposa de sus colegas catalanes, en la imagen misma de la policía represora de “la buena gente de Cataluña”; en unos pocos días, se habían transformado en una especie de ejército extranjero de ocupación. Por si fuera poco, la Generalidad usó de manera desinhibida las imágenes de cargas policiales para impresionar a los periodistas y a las audiencias televisivas de medio mundo. Yo sostengo que los dos cuerpos policiales estatales actuaron con proporcionalidad en unas circunstancias dificilísimas.
Varias personas me preguntan, durante todo el día, si los responsables de que los Mossos de escuadra se mantuvieran impasibles ante esa cadena de delitos ¿serán denunciados ante la Justicia? Más aún, según se va conociendo la actitud de muchos de ellos, por ejemplo, llevando en los vehículos policiales las urnas fraudulentas, ¿puede el Estado español y su sociedad aceptar que ese cuerpo siga con la actual composición y mandos?
Recuerdo una conversación con el ex presidente del Gobierno Calvo Sotelo. Nos contó a todo el jurado de los premios Príncipe de Asturias que él tuvo redactado un decreto ley para disolver a la Guardia Civil, cuando se produjo el asalto al Banco Central de Barcelona, el 23 de mayo de 1981, pues los asaltantes dijeron que eran guardias civiles y que exigían la libertad del teniente coronel Tejero, detenido tres meses antes por su intento de golpe de Estado. Los supuestos guardias civiles mantuvieron secuestrados a 300 personas durante más de 37 horas, y amenazaban con su ejecución. Los GEO de la policía nacional entraron en el Banco, se detuvo a los asaltantes, y se comprobó que eran unos delincuentes comunes. Por lo tanto, la Guardia Civil no fue disuelta.
El presidente Calvo Sotelo iba a adoptar una decisión muy dura en interés del Estado.
Siendo mucho más clara la falta de lealtad del cuerpo de los Mossos con la ley y la democracia española que lo que tuvo en aquellos lejanos días el cuerpo de la Guardia Civil, ¿habrá autoridad para que los responsables de la policía autonómica catalana respondan ante la Justicia de sus presuntos delitos?
La crisis actual del Estado se resolverá de dos maneras, en clave autoritaria, o en clave de democracia avanzada, como ocurrió hace treinta y seis años.
Para que se resuelva de manera democrática hace falta algo que llevo veinte años proponiendo: la vuelta a los métodos del consenso.
Eso conlleva que el rival político no se vea como enemigo. Parecerá esto banal, u obvio, pero esa actitud de matar civilmente al rival político, ha sido muy dañino en todas las democracias, y en España aún más, porque el diálogo y el consenso son necesarios en un Estado complejo como el nuestro. Esa es una de las causas de la crisis actual de las democracias.
¿Cómo abordar la situación de Cataluña con sentido del Estado y del consenso?
Modestamente daré mi opinión. En primer lugar, recuperando la lógica racional. Los políticos con sentido del Estado tienen que ser capaces de ser independientes del lenguaje tópico que a veces imponen los gabinetes de opinión y publicidad, lenguaje que contaminan las redacciones periodísticas, y no digamos nada respecto a las campañas en las “redes sociales”. Los poderes autoritarios, como el de Putin, se aprovechan de las narraciones falsas para atacar a las influenciables democracias liberales.
Así, por ejemplo, el Gobierno insistió en que el referéndum catalán no tenía las mínimas garantías democráticas. ¡Yo no salía de mi asombro! ¡El Gobierno se situaba en el mismo plano que los independentistas, alegando básicamente sobre el procedimiento de votación! ¡No señores míos! El referéndum era ilegal no porque las urnas eran una chapuza indecente, que lo eran, sino porque no se puede votar la independencia de Cataluña hasta que reformemos la Constitución actual, y votemos todos los españoles esa reforma. Que España se fundamenta “en la indisoluble unidad de la Nación española” significa que Cataluña es tan mía como del señor Puigdemont. No se puede votar la separación de Cataluña, de la misma manera que no se puede votar la instauración de la pena de muerte, o la supresión de la libertad de prensa.
Debimos usar el artículo 155 de la Constitución para obligar a la Generalitat a retirar su referéndum y sus leyes de desconexión con España. El conflicto hubiera sido con los dirigentes separatistas, mientras ahora lo tenemos con una parte importante de los catalanes. Pero como no existe discurso político, las únicas ideas que se emplearon fueron las que se referían a los procedimientos y a las encuestas de opinión. Discurso burocrático de Rajoy, frente al político de los independentistas. Por eso, estos últimos han ganado la batalla de imagen y en la red. Que son los frentes de esta época.
Miremos adelante. El Gobierno de Rajoy tiene que ser apoyado, pues nos jugamos la estabilidad del Estado. Después de solicitar al Congreso de los Diputados una votación de confianza, Rajoy debería negociar con los partidos constitucionales, para trazar un calendario de reformas para lo que queda de legislatura. ¿Que la cuestión de Cataluña exige reformas profundas de la Constitución? Podría ser que dentro de dos años, los españoles podríamos votar en referéndum una Constitución reformada, con una estructuración del Estado Autonómico audaz, que nos permitiese vivir juntos en paz como ciudadanos europeos.