Escribo este artículo el día 1º noviembre, la víspera del día de los Difuntos, y esa precisión cronológica es bastante adecuada para hablar del fenecido presidente Puigdemont, y me sirve para que mis lectores no crean que soy un idiota en el caso, muy probable, de que Puigdemont afirme en las próximas horas o días lo contrario de lo que acaba de declarar ahora mismo en Bélgica, y mi texto parezca ser un comentario desfasado y lunático.
Ocurre que los actos y opiniones de Puigdemont son los de un estúpido. En el sentido que el gran historiador Carlo M. Cipolla le dio a la definición: el estúpido es la persona más peligrosa del mundo, pues hace el mal incluso a sí mismo. Y la estupidez es también un estado mental de una comunidad, como sucedió y en cierta medida sucede hoy en Cataluña y en España.
Defendí por escrito y verbalmente la aplicación del artículo 155, porque pensaba que era la solución legal a un problema que de lo contrario nos llevaría al caos, y porque no creía que los independentistas fuesen a responder con la violencia callejera y revolucionaria.
El 155 es Derecho excepcional, pero expresa la autoridad del Estado, y en España sabemos que con el Estado no se juega. La autoridad de un Estado asentado desde hace siglos -que no es el Estado italiano actual, o el ruso de hace un siglo-, su simple actuación, sosiega a la sociedad e inhibe a los levantiscos.
Pero es que, además, como vengo exponiendo desde hace tiempo en estos artículos, en Europa ya no es posible una revolución, es decir, una acción política que se basa en la destrucción de una legalidad estatal, y su sustitución por otra, que fue lo que Carles Puigdemont hizo y vino a representar.
La revolución no es posible en Europa por las mismas causas que la Nación soberana tampoco ya es lo que fue hace exactamente 60 años, cuando con el Tratado de Roma se inició un experimento cosmopolita que consistía en superar las fronteras y aduanas estatales y la puesta en común de sus atributos, como el ejercicio de los derechos ciudadanos y la instancia última de la Justicia nacional.
La estupidez de Puigdemont y sus seguidores consistió en no haberse dado cuenta de que la economía en Europa ya no era nacional. El récord de ignorancia -o más bien de creencias fanáticas-, la tuvo el responsable (¡y lo fue mientras la sociedad civil se lo reconoció!) de la economía catalana, Oriol Junqueras, que mantuvo, con la fuerza de quien usa la cabeza sólo para embestir, que, primero, con la independencia no pasaría nada, y finalmente, que si las empresas que huían de Cataluña se quedaban en los Països Catalans, sería a la postre una bendición para los fervientes secesionistas.
Pero la prueba de que la revolución era imposible de toda imposibilidad la demostró el propio Carles Puigdemont. Proclamada la República, salió por la puerta de atrás de la sede -ahora republicana- de la Generalitat, dejando inquietos y desilusionados a muchos jóvenes que esperaban verlo en el balcón del palacio gubernamental, y se marchó, tan rápido como sigiloso, a su Gerona natal. Y al día siguiente de haber proclamado la República, su Presidente, Carles Puigdemont, se dedicó, en sus primeros actos como autoridad revolucionaria catalana…a tomar el vermut en las calles de la capital de la provincia, facilitando, a todo aquel que lo deseara, a hacerse selfies con él.
Estos días, al comprobarse que la Cataluña del 155, no sólo no se había levantado en contra, sino que estaba menos crispada, muchos comentaristas y políticos reconocían que se habían equivocado cuando pronosticaron una resistencia popular a la medida constitucional. Analizaron la situación con los tópicos propios de la época revolucionaria y nacionalista de hace más 60 años. Buscar explicaciones revolucionarias es como buscar naciones en España y en la Constitución. El presidente Rajoy ha cambiado radicalmente las perspectivas políticas actuales. Como yo me lo maliciaba, el Gobierno tiene ahora la iniciativa, y las demás fuerzas políticas, empezando por Podemos, pero siguiendo por el PSOE, tienen poco margen para adaptarse a esta nueva situación.
Sin embargo, nadie parece darse cuenta que las reformas de la Constitución, de la política parlamentaria, y de los partidos políticos -causas profundas del malestar existente en Cataluña y en toda España- no están planteadas con inteligencia y con verdadera vocación de realización. De nuevo invoco la idea del consenso: imprescindible más que nunca.