Aki Shimazaki es una escritora japonesa que escribe en francés. Nacida en Gifu, en 1954, emigró a Vancouver en 1981. En 1991, se mudó a Montreal, donde además de escribir enseña japonés. En 1995 empezó a estudiar francés. Cuatro años después publicó su primera novela, Tsubaki, en esa lengua. Es por tanto un curioso caso de escritora trasplantada, de país y de lengua.
Hôzuki, la librería de Mitsuko es su decimosegunda novela, porque es autora de más o menos libro por año desde que comenzó su carrera. El relato es parte del “ciclo del cardo”, que por el momento tiene cuatro novelas, todas con nombres de flores. Decía antes que Shimazaki es un caso de escritora trasplantada de país y de lengua. Pero es difícil dejar de ser japonés, independientemente de la lengua en la que se escriba. Y lo digo porque tanto Hôzuki como la sensibilidad que la impregna son profundamente japonesas. Trata de una mujer joven que entre semana regenta una pequeña librería en una ciudad japonesa, y las noches de los fines semana ejerce de mujer de alterne. Vive con un hijo sordomudo que recogió en las calles y con su madre.
La novela se articula alrededor de tres ejes: por un lado, la librería, que se llama Hozuki, el nombre de la flor del cardo. Pero al mismo tiempo, los caracteres de “hozuki” corresponden a “kitou”, que significa oración. Y esa idea de la oración entronca con el pasado de ella, un pasado oscuro, hecho de acontecimientos con claroscuros. Este paso del tiempo que sepulta hechos que fueron tristes, pero que ahora se ven con melancolía, ejemplifica exactamente el “mono-no aware” japonés, la tristeza de las cosas. En esa tristeza, el otro eje es el hijo, sordo y mudo, pero extrañamente sereno y feliz. Y el tercero es lo inesperado, que se funde con los otros dos para transformarlos y purificarlos.
El elemento desencadenante es una visita inesperada a la librería. Ese hecho, de forma sutil y lenta, despierta el motor de la memoria y desencadena una secuencia de recuerdos que funciona elípticamente, ya que el lector tiene la sensación de que hay más de lo que se dice. Y ese más, ese cuerpo del iceberg, es una trenza de sentimientos y razón, un magma que se vislumbra pero que no se llega a mostrar completo nunca. Hôzuki es una novela de veladuras, delicada e intimista, y deja una huella intensa a pesar de su aparente levedad.
La novela tiene 135 páginas y se lee en dos pequeños saltos. Está bien traducida del francés y al final tiene un apéndice con palabras japonesas, ya que la autora juega con el significado y con la escritura de los caracteres japoneses, algo siempre difícil de transmitir a un lector occidental que no conozca la lengua nipona. Pero el editor, Nordica, ha resuelto bien estos problemas que añaden, y no restan, en todo caso a la lectura. Tan solo un detalle: el editor ha decidido usar el signo del acento circunflejo para señalar las vocales largas del japonés, cuando lo normal en las traducciones de esa lengua es, desde hace ya años, representarlas con el macrón o guión superior. Un pequeño detalle que no empaña para nada el placer que la lectura de esta novela depara.