La curiosidad y el talento de Andrés Barba bucean con éxito por dispares temas alejándose sin temor de las aguas pantanosas en que se ha convertido la autoficción en España los últimos años. Valga como ejemplo el sugerente ensayo La risa caníbal, (2016) ya comentado en esta columna El autor madrileño escribe a la contra de todos, por el camino solitario de la voz propia y nos presenta ahora una condensada y extraordinaria novela con argumento fácil de sintetizar pero jugosísima de interpretar: en la ciudad subtropical de San Cristóbal, enclavada en una provincia pobre, aparecen de la nada 32 niños callejeros y salvajes que en el colmo de su vandalismo asaltan el supermercado Dakota, con el resultado de varios muertos, tras lo cual se esconden en el verde misterio de la selva. La furia y el miedo de la ciudad buscan sin éxito su paradero. Hasta que una concatenación de errores posibilita un terrible desenlace.
El narrador será un joven funcionario quien entendía por aquellos días la vida como una “cadena de adversidades”, y junto a reflexiones propias intercala breves extractos comentados de diversos materiales sobre los hechos, como el ensayo La vigilancia, publicado en el primer aniversario de la muerte de los 32 niños, las actas de las reuniones del departamento de Asuntos Sociales, los distintos artículos académicos de profesores de la Universidad local, las columnas periodísticas de Víctor Cobán en el periódico de turno, llamado con buena simbología como el mismo que ampara esta columna, El Imparcial. En definitiva, las distintas caras de la versión más o menos oficial de la tragedia contrarrestadas por algunas bellas anécdotas personales que alcanzan valor comprensible avanzada la novela y, sobre todo, por el perspicaz diario de infancia de Teresa Otaño publicado once años después del trágico desenlace y única fuente documental redactada por otro niño, simbólicamente el 33. Diario que sirve de puente entre mundo adulto y ese otro mundo desconocido de los niños rebeldes. No por azar es el primer documento que descifra la lengua privada de los niños y aporta buena parte de los detalles sustanciosos del misterio.
El provecho de esta revisión del mito de la inocencia de la infancia apunta sin menoscabo directamente hacia una amplia gama de dianas. Así, repasa los eternos dilemas provincianos, la costumbre de la mirada, el sesgo de las interpretaciones y el fragmentarismo de la realidad, el poder del lenguaje: “nombrar es otorgar un destino, escuchar es obedecer” o el “talión de la memoria”, como acuña con brillante felicidad el protagonista, el resentimiento social, la esencialidad y pureza de lo no socializado, como son en cierta medida el salvaje y el niño, a los que la cita de apertura de Gauguin da con acierto el valor de la ausencia de ridículo.
Y aún mucho más, como son las nutridas disquisiciones sobre el amor planteadas por el protagonista, hacia su mujer, su hijastra, incluso a los “niños salvajes”, buena muestra es el intento de comprensión realizado. Y de especial valor son los párrafos detenidos sobre los gestos nuevos, el lenguaje nuevo (las palabras de la tribu son del poeta y del niño como supo ver Giovanni Pascoli), y el análisis de esta nueva república luminosa formada por aquellos niños carentes de mucho pero constructores de una nueva posibilidad de sociedad. La suspensión de la credulidad, la potencia de la supuesta “realidad”, etc.
Es modélica la dosificación de materiales y la estructura general de la novela. En cuanto a la forma conviene detenerse ya de desde el inicio. Solo un ingenio valiente puede abrir una novela con un párrafo consabido sobre cómo narrar los recuerdos sin levantar una mirada de hastío por parte del lector. La aparente cotidianeidad lingüística esconde una labradísima prosa cincelada. República luminosa queda emparentada con Valle Inclán estilísticamente debido a esa estructura bimembre de ciertas frases donde enlaza términos solo en apariencia antagónicos unidos por una brillante sintaxis que confiere a la depurada prosa de Barba una turbadora y subyugante sensación, como probablemente debieron sentir los ciudadanos de aquella ciudad de provincias ante el encuentro con aquel lenguaje extraño hablado por la chiquillada. Por ejemplo un “pésimo presagio” actúa a la vez como “presencia benéfica”, o las inteligentes oposiciones que superan en mucho el simplismo binario como cuando se describe a los niños mugrientos poseedores de una dignidad.
La introspección literaria tiene a ratos singular agudeza: “El bienestar se pega a los pensamientos como una camiseta húmeda, y solo cuando queremos hacer un movimiento inesperado descubrimos lo atrapado que estamos en ella”. Y menudean los pasajes donde luce la extraordinaria capacidad de Andrés Barba para sintetizar matices de entre los variados sentimientos humanos.
De otro lado, queda la simbología animal, que sigue como elemento común en los textos de Barba, aquí detenida en estorninos, chinches, termitas, parásitos, esos asociacionismos animales diferentes a los del ser humano maduro. Especial tratamiento tiene la perra nunca domesticada del protagonista, eco a su vez de la jauría infantil. La selva engulle a los niños y el eco de El corazón de las tinieblas, de Joseph Conrad, se dispara aquí, aunque esos policías gustosos de buscar antecedentes encontraran rápido otros intertextos cercanos, como El Señor de las Moscas, de William Golding. En definitiva, el lector sensible quedará clavado “en el interior de su mirada, en el centro de su miedo”.
Por méritos innegables Andrés Barba ya ha dejado de ser uno de los mejores novelistas de su generación para ser uno de los grandes escritores de España. Una novela mayor que ningún lector debiera desatender.