Ha escrito Agapito Maestre un libro sobre Ortega. Este acontecimiento tiene por sí mismo un gran valor. Antes de abordar la obra, antes de afrontar sus tesis, el libro de Maestre tiene la virtud de reanudar y traer al presente la filosofía de Ortega lo que es de suyo un gesto político determinado. Reanudar una obra que fue de constante servicio a España es hoy un esfuerzo que será contemplado nuevamente como un acto de facción o bandería. Justamente lo que ese mismo gesto quisiera evitar. Este libro busca, como buscó el propio Ortega, sobreponerse a nuestra desvertebración, tratando obstinadamente de disponer el fundamento sobre cuyo firme pudiera desplegarse una política española. Ante las partes de distinto orden: clases socioeconómicas, élites y masa, regiones en busca de nación… se trataría de situar las partes en el todo, cuando se erigían en todos aparte, según expresión orteguiana. Agapito Maestre clama por el mínimo de comunicación que llamamos conllevancia. Con Ortega y con Cambó.
Me parece que era necesaria la franca vindicación de Ortega que este libro lleva a cabo con tanto rigor como entusiasmo. Se nos acusa de practicar reconocimientos tardíos y acaso cicateros. En el caso de Ortega su reconocimiento, aunque indudable, ha sido abstracto y conmemorativo, en día de domingo y traje de etiqueta: nunca franco y directo. Muchos de sus pretendidos continuadores y algunos discípulos señalados, con José Gaos al frente, no han dejado de plantar -tras su vago reconocimiento- graves reservas, convertidas pronto en directas acusaciones. Unos ven al promotor de la república y no olvidan su protagonismo en la Agrupación al Servicio de la República, otros ven al crítico de esa misma república que regresa a España bajo jefatura de Franco. Unos ven al filósofo crítico y laico cuyas juveniles arremetidas anticlericales se les hacen imperdonables, otros lo juzgan contemporizador con el oscurantismo y la superstición, maestro de escritores católicos como Julián Marías o Manuel García Morente.
Agapito Maestre destapa a tantos que mastican resentimiento tras su amable acogida de una obra cuyo fondo elemental detestan y desvela el sesgo parcial y dolorido de tantos críticos soberbios e incapaces de caridad frente a una obra que, justamente, tiene la caridad por fundamento. Caridad a la que Ortega llamó en alguna ocasión porosidad: “desde el comienzo de mi obra me he preocupado de fomentar la porosidad de mis lectores hacia el prójimo”. En esa porosa caridad consiste la comunicación sin la que no es posible establecer el cimiento firme de una comunidad política. Comunicación entre los vivientes en que la continuidad histórica desemboca y comunicación entre el presente y el pasado, sostenida por el aliento de la tradición.
De ahí la importancia de este libro que busca re-anudar el hilo roto de la tradición filosófica española. “El trato sincero y franco utilizado por sus discípulos directos se rompió en las siguientes generaciones. Ahora se trata de coser lo roto e intentar establecer en la España universitaria e intelectual el principio orteguiano del amor intelectual” (p.297)
Ortega halló pronto el vínculo íntimo entre idealismo y revolución sobre el que ha crecido la falta de caridad y la incomunicación moderna. Apoteosis del Yo, el idealismo culmina en una exaltación del sujeto, pretendida fuente de toda realidad, que se quiere base del programa de construcción integral de la sociedad política. Sin límites ni barreras -erigidas en nombre de alguna realidad independiente y anterior al sujeto-, la potencia constructiva de la política idealista se juzga capaz de traer a tierra el Reino de Dios, o de realizar en el horizonte de la historia el reino del hombre. El grito de libertad -y la consecuente independencia mutua que se presenta como igualdad-, significa esta negación de límites y medidas. Construir un mundo de nueva planta, libre de toda atadura, es el objetivo revolucionario cuyo fundamento idealista señala Ortega. Se trata de sacar de la chistera el conejo y la chistera. Su emblema es el viejo barón de Münchhausen de cuyas asombrosas, pero ficticias hazañas, forma parte el esfuerzo por extraerse de la ciénaga tirando de su propia coleta.
Pero Ortega entendió siempre que la vida -circunstanciada y real- constituye una estructura elemental con la que el político ha de contar, pero que no puede instituir ni construir. Ortega no ha cedido nunca en la defensa de esa realidad, ajena a la voluntad del sujeto revolucionario, contra el idealismo y sus herederos marxistas que, aunque invierten, mantienen intacta la figura lógica del idealismo. Ni José Gaos, ni sus sucesores en el errático socialismo español, han podido perdonar que Ortega haya mantenido la realidad en sus quicios, conocedor de unos límites de cuyo derrumbamiento sólo puede esperarse el desierto sin horizonte -desquiciado- que diariamente nos crece dentro. Eco de la desolación de nuestra vida social: ni compartida, ni común. Coexistencia masiva de egos diminutos pero enfáticos, llevados por el vaivén de las masas en rebelión.
El liberalismo orteguiano -el que quiere recuperar Agapito Maestre- reconoce y respeta esa realidad antropológica anterior e independiente de la política, sin cuyo reconocimiento y respeto la política deviene politicismo integral o democracia morbosa. Se trata de un liberalismo que exige la limitación del poder público, acaso especialmente cuando el poder público es esgrimido por el demos, cuya autocracia puede ser aterradora: “No hay autocracia más feroz que la difusa e irresponsable del demos. Por eso, el que es verdaderamente liberal mira con recelo y cautela sus propios fervores democráticos…”
Porque también la democracia conoce formas patológicas o morbosas; como puede haber formas oligárquicas o monárquicas antropológicamente sanas. Roy Campbell hablaba de fascidemobolchevismo para referir al politicismo integral orteguiano. Más recientemente Gustavo Bueno ha hablado de fundamentalismo democrático, porque como el partido o el líder, también el demos padece la tentación totalitaria. Anteponer a la Ley la voluntad de la gente, como hace el Sr. Torra, pudiera resultar síntoma de entrega a esa tentación o de grave confusión intelectual.
Nadie lo expresará con mayor pulcritud que el propio Ortega: “La democracia responde a esta pregunta ¿Quién debe ejercer el poder público? La respuesta es: el ejercicio del Poder público corresponde a la colectividad de los ciudadanos […]. Pero en esa pregunta no se habla de qué extensión deba tener el Poder público. Se trata sólo de determinar el sujeto a quien el mando compete”. “El liberalismo en cambio, responde a esta otra pregunta: ejerza quienquiera el Poder público ¿cuáles deben ser los límites de éste? La respuesta suena así: el Poder público, ejérzalo un autócrata o el pueblo no puede ser absoluto, sino que las personas tienen derechos previos a toda injerencia del Estado”
Algunos -oscuros y confusos- separan forma y contenido, para denigrar al escritor como estilista banal. Pero semejante separación constituye una operación metafísica que no merece la crítica. Ortega es un escritor dotado de una facilidad pasmosa, cuyos manuscritos no contienen enmiendas. El resentido lo definirá como “escritor de ocurrencias” distorsionando su calidad de escritor de circunstancias, lo que es justamente su contrafigura. La escritura de Ortega es generosa y magistral para todo lector que domine esa técnica -la lectura- que exige una actitud de acogida y caridad. El autor de este libro afronta la obra de Ortega con una actitud que nos resulta desgraciadamente extraña y que es análoga a la de aquellos devotos practicantes de la Lectio Divina. Naturalmente Agapito Maestre no juzga sagrada la obra de Ortega, pero la acoge generosamente y logra salvarla de sus críticos menos caritativos. Tanto por su actitud como por un estilo entrañado en su mismo cuerpo significativo y doctrinal, la obra de Ortega sigue envuelta en el profundo enigma que envuelve su circunstancia, la cual, a un siglo de distancia, podemos decir que es mutatis mutandis la nuestra.
Bien conocía Ortega la naturaleza del enigma que su figura representa: “No hay pues, grandes posibilidades de que una obra como la mía, que, aunque de escaso valor, es muy compleja, muy llena de secretos, alusiones y elisiones, muy entretejida con toda una trayectoria vital, encuentre el ánimo más generoso que se afane, de verdad, en entenderla. Obras más abstractas, desligadas por su propósito y estilo de la vida personal en que surgieron, pueden ser más fácilmente asimiladas, porque requieren menos faena interpretativa. Pero cada una de las páginas aquí reunidas resumió mi existencia entera a la hora en que fue escrita, y, yuxtapuestas, representan la melodía de mi destino personal. ‘Yo soy yo y mi circunstancia’. Esta expresión, que aparece en mi primer libro y que condensa en último volumen mi pensamiento filosófico, no significa sólo la doctrina que mi obra expone y propone, sino que mi obra es un caso ejecutivo de la misma doctrina. Mi obra es, por esencia y presencia, circunstancial”
Este escritor de circunstancias ha encontrado en Agapito Maestre el ánimo generoso afanado en entenderla. En entender a Ortega, cuya filosofía o cuya vida es “caso ejecutivo de la misma doctrina”. Afanado, generosa y caritativamente, en entender el grave problema de una circunstancia cuya aporía sustantiva no esquiva este libro. Al contrario, su problemático y difícil cuarto capítulo (“Ortega y el catolicismo español. Religión, cristianismo y Dios en la obra de Ortega”) afronta la que es, a mi juicio, la cuestión determinante la vida española. Una vez más cita Maestre a Ortega: “El catolicismo español está pagando deudas que no son suyas, sino del catolicismo español. Nunca he comprendido cómo falta en España un núcleo de católicos entusiastas, resueltos a liberar el catolicismo de todas las protuberancias, lacras y rémoras exclusivamente españolas que en aquél se han alojado y deforman su claro perfil. Ese núcleo de católicos podía dar cima a una noble y magnífica empresa: la depuración fecunda del catolicismo y la perfección de España. Pues tal como hoy están las cosas, mutuamente se dañan: el catolicismo va lastrado de vicios españoles y, viceversa, los vicios españoles se amparan y fortifican con frecuencia tras una máscara insincera de catolicismo. Como yo no creo que España pueda salir a la alta mar de la historia si no ayudan con entusiasmo y pureza a la maniobra los católicos nacionales, deploro sobremanera la ausencia de ese enérgico fermento en nuestra Iglesia oficial. Y el caso es que el catolicismo significa hoy, dondequiera, una fuerza de vanguardia, donde combaten mentes clarísimas, plenamente actuales y creadoras.[ …]. Se trata de construir España, de pulirla y dotarla magníficamente para el inmediato porvenir. Y es preciso que los católicos sientan el orgullo de su catolicismo y sepan hacer de él lo que fue en otras horas: un instrumento exquisito, rico de todas las gracias y destrezas actuales, apto para poner a España ‘en forma’ ante la vida presente” .
Aquella demanda, una emergencia hoy, sólo puede ser aquí indicada. Lean a Agapito Maestre afanados por salvar la distancia abierta con nuestro pasado. Lean y este libro habrá cumplido su misión de hacedor de puentes.