No obstante ser uno de los gobernantes rusos contemporáneos con mayor conocimiento de la cultura de Occidente, la opinión pública de este le es, a la fecha, abrumadoramente hostil. El extraño fenómeno obedece a múltiples causas. En tanto los muchos nostálgicos del comunismo al sur del Elba no disimulan su reluctancia al actual ocupante el Kremlin por suponerlo un resuelto debelador de su herencia más preciada, los enemigos a radice de esta lo estiman como un simple falsario y un consumado oportunista que no ha abandonado en su intimidad el alto aprecio y hasta la afección más honda que en su mocedad suscitara en el hijo de un obrero sampetersburgués la ideología entrañada por su progenitor. Y en apoyo de la última tesis, el mismo Putin ha ofrecido en diversas ocasiones un argumento muy consistente al proclamar reiteradamente que la desaparición de la URRS ha sido el acontecimiento geopolítico de mayor alcance del último medio siglo, al par que el más desdichado…
Con tal aserto y otros del mismo tenor, expresados en las resonantes -y muy bien preparadas…- conferencias de prensa, reivindica su inalienable derecho a sentirse entrañado en una tradición rusa incomprensible secularmente a la mentalidad occidental. Él gobierna por y para un pueblo que, aun siendo parte de Occidente por historia y deseo, sus órganos mediáticos desde los inicios de los tiempos modernos se han mostrado refractarios a otorgarle las patentes de su civilización. Ejemplo máximo: la autocracia rechazada frontalmente ayer y hoy por sus vecinos del Viejo Continente es vista desde los orígenes de Rusia desde un mirador situado en los antípodas. Así, en el corazón mismo de “los tiempos revueltos” que antecedieron, según es bien sabido, a la implantación de la dinastía de los Romanov, los que iban a ser sus súbditos durante tres siglos replicaron a los invasores polacos que aspiraban a atraérselos con la desaparición del zarismo: “Vuestro modo de regiros es libertad para vosotros, mas para nosotros es lo opuesto a la libertad, sino licencia (…) Si el zar obra injustamente, esa es su voluntad. Es más tolerable sufrir daño del zar que soportar el mal que nos inflija nuestro propio hermano; pues el zar es nuestro común soberano” (Apud G. Barraclough, La Historia desde el mundo actual. Madrid, 1959, p. 236).
Del mismo modo que sus antepasados de comienzos del siglo XVII no identificaban autocracia con despotismo, sino como responsabilidad ante Dios, la legitimidad del régimen autoritario encabezado Putin descansa en un sistema de corte acentuadamente personal, compatible con un gobierno de base, al menos formalmente, democrático. Ni en la estructura ni en el funcionamiento se iguala y ni siquiera se semeja con el de los Estados occidentales, pero responde a una idiosincrasia nacional que para el mandatario ruso y una gran parte de su pueblo es el camino más acorde con su progreso, en un ambiente internacional que, como siempre, se muestra renuente frente al porvenir de un gran pueblo con inmensas posibilidades de un futuro esclarecido.