Vivimos tiempos revueltos en los que la verdad parece estar confinada, por parte de buen número de gobiernos a lo largo y ancho del planeta, como si de un juego de cartas se tratara en el que los jugadores consideran prioritario ocultar las cartas, guardándose por si acaso algún as bajo la manga.
El ocultamiento de la verdad ha provocado, por ejemplo, que en España se desconfíe sobre los datos que facilita el gobierno diariamente sobre el coronavirus así como sobre el número de contagiados, curados y fallecidos. Tan falso es decir mentiras como confinar la verdad.
No a pocos ha alarmado el posicionamiento del Gobierno español decidiendo reclamar la información sobre fallecidos en las residencias de ancianos, desde el pasado 8 de marzo, Día Internacional de la Mujer, ignorando por completo las cifras de días anteriores que sí eran constatables por los empleados de los servicios funerarios desde febrero, al observar un aumento considerable de fallecimientos y entierros. Completamente irresponsable es esa idea de querer convencer al pueblo de que el COVID-19 no había existido antes de esa fecha aunque, como se ha podido comprobar, tenían información sobre las consecuencias de este virus letal desde mucho antes.
Por desgracia, el caso de España no es un caso aislado y encontramos otros muchos dentro de regímenes democráticos como el norteamericano. De hecho, Trump combina una mezcla explosiva de cinismo y falta de transparencia en su manera de dirigirse a los ciudadanos, inicialmente, con un discurso osado que invitaba a pensar que el virus no tocaría nunca suelo norteamericano y más tarde, cuando se expandió de forma imparable por todo Estados Unidos, poniendo en la misma balanza dos bienes que no son en modo alguno comparables pero tampoco deberían presentarse como antagónicos: la economía y la salud de la población. El final de la partida ya lo conocemos.
El error que encierra el discurso del gobierno estadounidense es un error vencible y por tanto imputable a Donald Trump puesto que entraña una clara falta de ajustamiento a la realidad y, por tanto, constituye un comportamiento imprudente, se mire por donde se mire. De ahí que las palabras de la líder demócrata de Estados Unidos, presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, hayan ganado todavía más sentido en sus fuertes críticas a la mala gestión realizada por Donald Trump ante el coronavirus. De acuerdo con las palabras de Pelosi, el mandatario estadounidense, desde el mes de enero hubiese podido informar sobre la pandemia del nuevo coronavirus pero eludió sus responsabilidades como presidente provocando muertes innecesarias y graves desastres desde el punto de vista económico.
En el continente asiático, tampoco la República Popular de China ha sido transparente, haciendo gala de ser un país comunista, si vemos los datos que ha ofrecido desde el comienzo de la crisis sanitaria, a pesar de ser el país donde el virus se originó, convirtiéndose por ello en un ineludible referente a nivel global para plantar cara a la pandemia.
La misma opacidad que se ha reflejado durante la gestión de la crisis sanitaria en China, se revela ahora en la transmisión de datos, que resultan muy poco creíbles, y que responden a esa idea de negar los hechos desde el principio y de restar importancia a la verdadera magnitud del problema generado por ellos mismos a nivel mundial. No olvidemos que ha sido precisamente esa estrategia de opacidad deliberada la que contribuyó a que el virus se expandiera por el planeta destruyendo cualquier posibilidad de contención en un primer momento y convirtiendo una incipiente epidemia local en Wuhan en una pandemia mundial.
Los datos que nos llegan ahora parecen ciencia ficción a través de Mi Feng, portavoz de la Comisión Nacional de Sanidad del país. Según indicaba estos días, el número de nuevos pacientes con coronavirus en Wuhan se reduce a cero, sin haber fallecido nadie en los últimos diez días. Si lo pensamos, han pasado solo tres meses desde el cierre de la ciudad de Wuhan y el coronavirus parece haberse esfumado en China con un discurso que levanta las sospechas de todos por su falta de veracidad.
A estas alturas, y a juzgar por los medios de comunicación de Estados Unidos, China y Japón, tampoco sabemos a ciencia cierta si el dictador norcoreano, Kim Jong-un, ha muerto. Debido a la naturaleza del régimen absolutamente hermético de Corea del Norte, las noticias sobre la muerte de Kim Jong-un resultan muy difíciles de verificar antes de un anuncio oficial de parte del Estado. Otra muestra clara de falta de información veraz.
El régimen de Irán tampoco se queda atrás en esta carrera de ver quién confina mejor la verdad siendo otro caso palpable de falta de transparencia y con ello creándose un abismo insalvable entre el gobierno y la sociedad civil. Las cifras que nos llegan de contagiados y fallecidos en Irán habría que ponerlas también en cuarentena porque resulta difícil saber a ciencia cierta cuántos contagiados existen y cuántos han logrado recuperarse verdaderamente de la enfermedad.
Como señaló Michelle Bachelet, Alta Comisionada de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos, “la salud humana depende no solo de una atención médica fácilmente accesible sino que también depende del acceso a información precisa sobre la naturaleza de las amenazas y los medios para protegerse a uno mismo, a su familia y a su comunidad”. De ahí que los Gobiernos tengan que asegurarse de que toda la información relevante llegue a todos sin excepción, incluso en formatos e idiomas fácilmente comprensibles y adaptados para personas con necesidades específicas, como niños, personas con discapacidad visual y auditiva, y aquellos con capacidad limitada o nula para leer. Bachelet resaltaba cómo ser abierto y transparente resulta ser un factor decisivo para empoderar y alentar a las personas a la hora de participar en las medidas que se diseñan para proteger la salud, especialmente, cuando ha quedado mermada la confianza en las autoridades.
Ante esta falta de veracidad en la información, movida por el único deseo de mantenimiento en el poder, que se transmite desde múltiples gobiernos ideológicamente tan diversos, la cuestión que surge es, como apuntaba Pelosi, si habría que comenzar a escuchar a los científicos y a otros profesionales más que a los políticos. Probablemente, la crisis sanitaria que padecemos esté provocando un cambio de paradigma. Ahora más que nunca la información es poder. Hay que alabar que los políticos en Alemania y en otros países del norte de Europa hayan buscado el asesoramiento de expertos en la crisis sanitaria para decidir conforme a sus consideraciones. La desinformación y el confinamiento de la verdad conducen a la desconfianza, al temor y a la adopción de decisiones equivocadas.
Los ciudadanos se quejan en numerosos países de la falta de tests de prueba del coronavirus o de falta de equipo médico mientras los gobernantes presumen de eficacia y de estar a la vanguardia. La manipulación de la verdad tiene un precio alto y lo peor es que lo pagan siempre los más vulnerables dentro de la sociedad.
Del mismo modo que los gobernantes no pueden hurtar información, tampoco deberían poner impedimentos a la libertad de prensa o a la libertad de expresión. La guerra contra el coronavirus no se puede ganar con medias verdades, acallando o amordazando a los medios de comunicación porque esto sería propio del Ministerio de la Verdad orwelliano. En definitiva, esta guerra no se ganará si no se desconfina la verdad.