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Ensayo

Marcel Proust: Sobre la lectura

domingo 07 de junio de 2020, 19:13h
Marcel Proust: Sobre la lectura

Edición y traducción de Mauro Armiño. Cátedra. Madrid, 2015. 96 páginas. 9 €. Un sugerente libro del autor de En busca del tiempo perdido muy apropiado para estos momentos.

Por José Pazó Espinosa

En 1906, antes de confinarse voluntariamente para escribir la obra que la daría la inmortalidad, En busca del tiempo perdido, Proust tradujo un par de obras de John Ruskin, su modelo y guía espiritual y literario. Proust apenas sabía inglés, pero con la ayuda de su madre y de Marie Nordlinger, se las arregló para verter al francés la bella prosa del crítico de arte y memorialista británico que, junto con Lewis Carroll y Oscar Wilde, forma el trío de los extravagantes victorianos de inmenso éxito.

A uno de esos dos libros, Lirios del Valle, Proust añadió un extenso prólogo “Sobre la lectura”, que dedicó a la princesse Alexandre de Caraman-Chimay. Este prólogo tiene tal peso específico, por diversas razones, que se convirtió en una obra de Proust en sí misma, a menudo editado y publicado como libro independiente. Los estudiosos de Proust (esos profesores de colleges del nordeste estadounidense, que parecen salidos de una película de Woody Allen o Tom Ford, pero cada vez más raros en nuestra Europa ultrautilitarista) leen este libro y rebuscan en él como se busca en el baúl de la abuela. Y lo hacen porque ahí está la semilla, aquella que según Gide no muere. Allí, en ese extraño, prologuista y metaliterario texto está Proust, encarnado, como en un misterio divino.

Sobre la lectura lo publicó en español la editorial Cátedra, en su colección de Letras Universales, en el año 2015 y en edición y traducción de Mauro Armiño. Y es un libro que hay que visitar y rescatar, porque en él, como decía, está la semilla de todos nosotros, de todos los que amamos (y detestamos a veces, como no puede ser de otra manera) los libros. Es además una lectura sobre la lectura especialmente adecuada para un confinamiento, aunque sea con fases, porque lo escribió un confinado espiritual y porque habla de una de las actividades que mejor se pueden hacer en cualquier confinamiento.

Sobre la lectura se ha escrito poco con rigor y cariño. Se habla mucho de ella, y hoy en día se ensalza con panegíricos pseudocomerciales y buenistas, especialmente cuando se acerca el día de Sant Jordi o la Feria del Libro. Se habla de la lectura como si fuera poco menos que agua bendita que cura todos los males. Sin embargo, la lectura es más un bálsamo de Fierabrás, por no decir una sustancia alucinógena. Esto lo vio muy bien Cervantes, quién hizo a su héroe adicto a ella, o Nietzsche, quien dedicó una parte de Así habló Zaratustra a la lectura y a la escritura, y que en el prólogo a la Genealogía de la moral se queja ya de los lectores que leen sin comprender “por el contrario,” dice, “mi obra requiere de lectores que tengan carácter de vacas, que sean capaces de rumiar, de estar tranquilos”. Estar tranquilo es, así, uno de los pilares de la lectura.

Sobre la lectura comienza estableciendo la siguiente idea: los días más plenamente vividos en nuestra infancia son precisamente los que no “vivimos”, sino que pasamos en la compañía de nuestro libro preferido. A partir de ahí, Proust se va a sus recuerdos, la casa de sus abuelos, a la habitación en que dormía, al jardín en el que se escondía para leer. La lectura, en sus páginas, es una actividad casi secreta, solitaria, y mucho más íntima y verdadera que la conversación, ya que en esta hay imposturas y poses, mientras que en la lectura hay un contacto más directo, más puro, sin los condicionantes sociales. En cualquier caso, son dos pilares de la lectura: la tranquilidad y el apartamiento. Y yo me atrevería a señalar uno más: el silencio.

Si algo nos trajo este confinamiento del coronavirus ha sido el placer del silencio, o al menos de menos ruido. La circulación de coches descendió, y alrededor de mi casa menguaron los ruidos de fondo, surgió un silencio desconocido. Menos aviones y coches, menos contaminación. Los cielos volvieron a resplandecer como cuando era niño, estos cielos de Madrid duros y expresionistas durante el día por el juego de sombras que produce el sol, pero amables y delicados al atardecer. El cielo de Madrid es siempre una promesa antes de la llegada de la noche. Ese cielo del ocaso, velazqueño y goyesco, que recuerda al interior de nácar de una concha, al lecho de la cuna que todo ermitaño -y me refiero al animal- debe buscar.

El silencio ha sido un regalo del confinamiento, un regalo muy ligado a la lectura. En Sobre la lectura, Proust habla de su costumbre de esconderse en el jardín familiar para leer solo, protegido de las interrupciones. Y describe que, cuando le llamaban para comer, se quedaba muy quieto, en mayor silencio, hasta que, cansados de llamarlo y buscarlo sin éxito, se olvidaban de él por un rato. Y ese rato en ese confinamiento voluntario, preñado de rebeldía e individualidad, era un momento de especial placer.

La realidad es que el confinamiento nos ha dado más silencio, aunque por efecto de la tecnología nos ha hecho más visuales y menos táctiles y auditivos. Aun así, el silencio, nos ha otorgado a todos un sesgo algo norteño, el rumor tranquilo de gente que habla poco y sabe escuchar, que no quiere molestar a los otros con su propio ruido. Pero no ha durado mucho la dádiva, al menos en mi calle. Cuatro semanas de lectura sosegada y recogida. Durante ese primer mes, mis vecinos han estado en general escondidos, al acecho de algo que no veíamos. Escondidos y silenciosos. Yo incluso me preguntaba ¿y cuándo compran sus alimentos? ¿Cuándo comen? ¿Qué hacen todas esas horas en las que el silencio detrás de las paredes es de repente el único vecino? Pero, como comentaba y quizá era de esperar, no ha durado mucho. El silencio, ese quimérico inquilino en términos de Polanski, se ha mudado de barrio, me ha abandonado. Y con él, la lectura.

El mal llegó en parte en camionetas de reparto. Un buen día, justo pasado el primer mes de confinamiento, una furgoneta blanca, algo abollada, se detuvo delante de la puerta de mi vecino. Como mi puerta está pegada con la suya, y como esto es Madrid, en vez de tocar su telefonillo, me llamaron a mí. Abrí la ventana, aunque por el ruido que habían hecho, sabía ya que estaban ahí. En cuanto asomé la cara, un robusto mozo, con una mascarilla colgando de una oreja y unos guantes de silicona morados llenos de agujeros me gritó: “¡Le traemos el piano!” Oí aquello con estupor inconsciente en aquel momento. Envalentonado e ignorante, le respondí que no era para mí. Y entonces miró una etiqueta, y sin decirme nada llamó al telefonillo de mi vecino.

Como mi cerebro iba adelantando acontecimientos a trompicones, no me extrañó que aquel piano, eléctrico pero de un tamaño considerable, fuera para mi vecino. Y así era. De la furgoneta bajó otro mozo, este con una mascarilla en la garganta y unos guantes negros de goma todavía más maltrechos, y entre los dos entregaron a mi vecino una enorme caja de cartón. Desde entonces, no he tenido una tarde o una mañana tranquila. Mi vecino se dedica a aporrear el teclado con saña, en dos sesiones que van de las 10:00 a las 14:00 y de las 17:00 a las 21:00. Debo agradecerle que no madrugue, y también que duerma la siesta. Sospecho que se desahoga del confinamiento golpeando las teclas, en vez de hacerlo golpeando una cacerola con una cuchara. Y, de forma narcisista, pienso que es posible que imagine mis orejas y mi cerebro, dispuestos sobre esa bandeja marfil y negra, y eso le lleve a redoblar entonces la energía de sus mamporros.

Pero ese no ha sido el último mal. Tengo otro vecino en una casita a través de la calle. La calle es muy estrecha, de un solo carril, y las aceras tienen menos de un metro. El caso es que, tras un mes de confinamiento, ahora que hace buena temperatura, este vecino, un joven casado con dos hijos y con el pelo naranja y rizado de un asturleonés, joven emprendedor (lo sé por lo que voy a contar ahora) para más datos, le ha dado por hablar por teléfono desde las 08:00 a gritos en su pequeño jardín. Jardín que está a unos cinco metros de mi ventana abierta. Desde que empezó a hacerlo, sé todo sobre sus afanes comerciales. Quiere desarrollar un sistema informático relacionado con el coronavirus para mandárselo a los ayuntamientos. E importar mascarillas (a juzgar por los repartidores, no sé si será un buen negocio). Pero lo sé porque, literalmente, me lo explica a gritos todas las mañanas, desde las 08:00 hasta las 10.00 más o menos, mediante una acalorada conversación con sus socios. Luego, tras esa llamada diaria con sus socios, tiene otras ocasionales. Siempre hace lo mismo, sale al jardín, y pasea en círculos (me recuerda bastante a Bigotitos, el hámster de mi hija), mientras habla y habla. Habla de esa forma que hablan los empleados de empresas y ejecutivos en el AVE Madrid-Barcelona en sus móviles: a gritos, y sin importarles que a los demás no les importen sus supuestos negocios. Chillan, usan palabras subidas de tono, de vez en cuando dicen tío o macho…

Son asombrosos por su empeño en que todo el mundo sepa lo que están haciendo, tramando, sintiendo, ganando o perdiendo. Y lo peor del caso es que, poco después de que este vecino decidiera predicar a los cuatro vientos de la mañana sus negocios, su mujer ha empezado a imitarlo, pero para hablar con sus amigas. No cuento las cosas de las que me entero por pudor. Las feministas se me echarían encima. Además, esta mujer no duerme siesta, y aprovecha esa franja horaria para dar a conocer al mundo que tiene una vida íntima propia y diferente a la de su media naranja con los pelos rizados.

De esta forma, la lectura ha vuelto a sus niveles precoronavirus, una lectura de guerrilla. El silencio me ha abandonado, pero yo, como Proust, busco el escondite y me emboscó en él, intentado dar esquinazo al ruido. Pero temo que en mi calle es ya imposible escribir En busca del tiempo perdido. Y lo que uno puede decir sobre la lectura, guiado por Proust, es poco más que una nota necrológica.

Confieso que no sé qué es peor, si el vecino primerizo y contumaz con su piano, o el ambicioso con el móvil. Los periódicos hablan de desescalada, pero yo lo que percibo es una escalada de ruido a mi alrededor, un inevitable ascenso de mi estrés y una triste pérdida de mi tranquilo tiempo de lectura. Todavía no ha acabado, pero tengo ya cierta nostalgia del confinamiento.

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