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TRIBUNA

Gobernar en la tormenta

sábado 17 de octubre de 2020, 17:09h

Las próximas elecciones en los Estados Unidos, en esta situación de pandemia de la que China emerge en posición privilegiada, oscurecen la situación europea y, en especial, la española que es también excepcional. La oscurecen por la evidente hegemonía que los Estados Unidos han gozado tras el final de la última gran guerra. Hoy se ve eclipsarse la paz americana. Pero, así como la paz resulta del final de una guerra, podemos formular la recíproca: la guerra resulta del final de una paz. Pese a la unidad técnica del mundo, estamos lejos de una paz de la humanidad: universal y absoluta. En esas condiciones, el final de la paz americana abre paso a una fase de tensión cuyo final es difícil prever.

La actual tensión interna que sufre la sociedad estadounidense es proporcional a la presión externa que viene incrementándose en su lucha contra competidores que, en el terreno económico, sobrepasaron su capacidad de crecimiento hace ya algunos años. Entre ellos, nuevamente, China cuya influencia se extiende por todo el mundo en pugna creciente con la grave presencia de los EE. UU. El resto son terceras magnitudes, de importancia muy distinta pero siempre secundaria respecto de ese enfrentamiento fundamental. Es preciso añadir que los recursos bélicos son todavía desproporcionadamente favorables a la potencia americana. No es un detalle sin importancia.

Toda sociedad histórica se encuentra siempre en situación crítica, ante una encrucijada que se reabre tras cada paso. Pero en algunos momentos la “decisión” – que no siempre es personal, ni necesariamente consciente – posee, debido al radio de acción que cabe anticiparle, un valor incomparable. En esas situaciones trascendentales, de las que depende el curso histórico de la sociedad a medio o largo plazo, contenemos la respiración porque se arriesga la propia continuidad. Sin embargo, no está en nuestras manos el curso a seguir, ni sus resultados. No sabría decir cuál es el peso del individuo en la historia, pero es evidente que las consecuencias imprevistas de sus actos se sobreponen a menudo a sus intenciones manifiestas y, a cierta escala, la magnitud de su acción resulta despreciable. Pero, contando con estas condiciones, es inexcusable actuar. Reconozco que es una posición más trágica que épica, porque la acción débil e insuficiente ha de ejecutarse, sin embargo, con toda la fe puesta en el sentido de nuestros actos. Así pues, son secundarias las figuras turbias, vidriosas o ridículas de los candidatos a la presidencia de la potencia hegemónica, pero decadente. Y, sin embargo, por esas figuras pasan las transformaciones que se están produciendo ante nuestros ojos. Es natural que centren nuestra atención.

Y debiéramos atender a los acontecimientos con la mayor inteligencia. Disponerse en el escenario político mundial es – hoy más que nunca – la principal exigencia que habría que hacer al gobernante. Sin embargo, la propia tensión interna creciente, efecto inmediato de la catástrofe económica, nos obligará a atender el propio equilibrio, pese a todo tan dependiente de la circunstancia exterior. Los más ciegos e incapaces para la labor de gobierno son aquellos que buscan la disolución de todas las unidades políticas – de los estados nacionales – en el orden indiferenciado de una sociedad universal que sólo existe como unidad técnica. Los más peligrosos son los que hoy buscan, en colaboración con los primeros, suspender la continuidad de la nación, la quiebra de su unidad en nombre de identidades eternas, cuya pretendida eternidad delata su impostura.

Frente a estas posiciones, la apelación al realismo político no es inhumana, ni egoísta, ni xenófoba, sino que es – por el contrario – la apelación a la perspectiva que puede evitar o reducir el coste que, en todos los sentidos, demandará el presente agónico en que nos encontramos. No concebir adecuadamente el actual estado del mundo debiera inhabilitar para el ejercicio del gobierno. Acogerse a una voluntad masiva es ridículo: las masas están ahora como siempre, desde el tiempo de su advenimiento en la historia, al servicio de fuerzas que deciden en qué dirección han de orientarse. Y hoy esas masas empiezan a reclamar instancias de legitimación que no se resuelven en la elección y en el sufragio. Es la crisis, dicen, de la democracia. Amenazas de golpe de Estado o de no reconocimiento del resultado electoral, acusación a fuerzas socioeconómicas que actúan lejos del escenario político, instancias de decisión que no pretenden esgrimir representación alguna… una vez más el frío aliento que envuelve la pugna por el poder y a la escala aterradora de la hegemonía planetaria.

Aterradora, porque no hallaremos la costa amable desde la que contemplar la batalla del nuevo Leviatán, el retiro desde el que susurrarnos los hermosos versos de Lucrecio: “Es dulce, cuando los vientos turban las aguas del gran mar, contemplar desde tierra el gran esfuerzo de otro, no porque disfrutemos con su tormento, sino porque es dulce ver de qué males estás a salvo”. Pero fuera de la historia no hay salvación política y acaso sólo encarnándola – Sres. profanadores de monumentos – cabe para nosotros alguna esperanza. Especialmente cuando encarnamos esa figura, que celebramos el 12 de octubre, a la que va tan estrecha la camisa nacional...

Fernando Muñoz

Doctor en Filosofía y Sociología

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