La victoria de Joe Biden es un gran alivio para Estados Unidos y para el resto del mundo. Al lado de Donald Trump su actitud moderada y sensata se agiganta, como se ha comprobado tras cerrarse las urnas. Mientras, al verse derrotado, el todavía presidente vociferaba desesperadamente y jaleaba a sus seguidores a tomar las calles armados hasta los dientes, el candidato demócrata pedía calma y, sobre todo hacía una cerrada defensa del sistema democrático y del Estado de Derecho. Y esa puede ser su gran virtud. Pero no hay que hacerse ilusiones. Tampoco es un gran estadista. No es el político que debería presidir el país más poderoso del mundo.
Joe Biden disimula su sectarismo izquierdista. Situará al Partido Demócrata, tradicionalmente socialdemócrata, más cerca del populismo socialista que nunca. Y, pondrá en riesgo el mejor legado de Trump, el crecimiento económico que se ha producido por la bajada de impuestos y la puesta en marcha de una política comercial inteligente.
Más que ganar el candidato demócrata, las elecciones las ha perdido el líder republicano por su fanfarronería, su racismo, el intento de destruir la separación de poderes, de deteriorar la libertad de expresión, de despreciar a las minorías y, también, por sus teorías delirantes sobre el coronavirus, el calentamiento global y tantas y tantas cuestiones innegables. La mejor prueba de todo ello ha sido su actitud beligerante, casi bélica, al verse derrotado.
El próximo presidente de Estados Unidos todavía no ha demostrado su estrategia para gobernar el país más poderoso del mundo. Como vicepresidente de Obama, se mantuvo a la sombra del que fuera un líder carismático. Ahora, se ha limitado, y ése es el motivo de su victoria, a proponer un cambio drástico al rumbo casi histérico por el que ha navegado el país más poderoso del mundo. El candidato demócrata reintegrará a Estados Unidos en la OMS, en la UNESCO, firmará el Acuerdo de París contra el calentamiento global e intentará aplacar la polarización de la nación que ha provocado Trump y que ha dividido a la sociedad en dos bloques, ahora, irreconciliables.
Pero no conviene hacerse ilusiones con la presidencia de Biden. Simplemente es un alivio por ser el menos malo de los dos candidatos. Y también, un buen síntoma el que los norteamericanos se hayan hartado, incluso avergonzado de tener a un extremista enloquecido en la Casa Blanca. Para dirigir el país más poderoso del mundo, sin embargo, se requieren unas cualidades políticas que Biden no parece alcanzar ni de lejos. El vencedor de las elecciones parece vivir en las nubes. Habrá que esperar, no obstante, a que se instale en la Casa Blanca para conocer sus intenciones. Es razonable pensar que, aun sin excesos, mejorará las relaciones con Europa, lo que beneficiará a España.
Ha ganado Biden, un candidato mediocre. Pero da miedo imaginar qué hubiera pasado en Norteamérica y en todo el mundo si Trump permaneciera otros cuatro años en la Casa Blanca. De momento, no acepta la derrota. Ha acusado a Biden de “robar las elecciones”. Y se espera un largo litigio en los tribunales que puede acabar con la imagen de Estados Unidos como la mayor democracia del mundo. Incluso es más que previsible que se enroque en la Casa Blanca mientras recurre a los tribunales. Casualmente, se ha ocupado de reforzar el control del Supremo. Trump ya ha demostrado su afición a las guerras y ésta, la de mantenerse en el poder, es la más importante que va a librar en su vida. Hay que esperar que no estalle la violencia en las calles, como parece desear Trump, y que Biden se instale en la Casa Blanca y aplique un poco de cordura a la política y a la gestión de la que siempre ha sido la más grande democracia del mundo.