El nombramiento de Luis Enrique como entrenador de la selección española de fútbol solo puede ser fruto de la contaminación política y social que sufre España desde que Pedro Sánchez se instaló en La Moncloa. Salvo raras excepciones, solo los sectarios y los mediocres ocupan los cargos institucionales. Unos porque son amigos del presidente del Gobierno; los otros, porque son elegidos de entre los más mediocres para no desentonar.
Cuando era jugador de fútbol, Luis Enrique salió escabechado del Real Madrid por tuercebotas. Corría por el campo como pollo sin cabeza y cuando encontraba el balón se tropezaba con él. El Bernabéu, que no perdona, le pitaba con estruendo en cuanto saltaba al césped. Desde entonces, vive atormentado por su odio al club madrileño.
Como seleccionador ha cosechado algunos éxitos con el Barcelona de Messi, Ronaldinho, Xavi, Iniesta y compañía. Pero hasta el masajista del club catalán hubiera logrado los mismos trofeos. Bastaba con alinear al mejor jugador del mundo y al resto de los excelentes jugadores del equipo catalán de entonces, quienes, por cierto, le despreciaban por su analfabetismo futbolístico. También se fue dando un portazo, herido en su frágil orgullo por las críticas que recibía cada vez que cometía un error. O sea, casi siempre.
Pero ahí estaba Luis Rubiales para nombrarle seleccionador nacional. Los que son de la misma manada se reconocen por el olor. Otro tuercebotas que nadie entiende qué capacidades tiene para presidir la Federación Española de Fútbol. Porque actúa como un botarate. Estirado como si se hubiera tragado el palo de una escoba, cada vez que habla en público emplea el mismo estilo ampuloso y vacío del presidente del Gobierno.
En efecto, Pedro Sánchez y Luis Enrique tienen muchas cosas en común. Son arrogantes, rencorosos y narcisistas. Sufren el clásico complejo de superioridad que esconde el de inferioridad. De ahí, la contumacia en los errores y el empeño en ocultarlos. El presidente del Gobierno ha protagonizado la peor gestión de la pandemia en el mundo durante la primera ola. Y ahora, presume de haber extinguido el virus con unas vacunas que han creado los científicos de unos laboratorios extranjeros, que ha comprado la UE y que distribuyen las Comunidades Autónomas. El seleccionador nacional ha formado un equipo de jóvenes futbolistas desconocidos, algunos virtuosos y con talento, pero, aparecen desperdigados por el campo. Aunque, según el entrenador, la culpa de los malos resultados es del césped.
El uno y el otro dedican más tiempo a disimular sus errores que a corregirlos. Pedro Sánchez es capaz de ponerse grimoso con su “reencuentro, diálogo y magnanimidad” para justificar unos indultos que le permitan seguir en La Moncloa. Y Luis Enrique convierte a Morata en un héroe, solo por haberlo alineado.
También son tal para cual a la hora de ponerse medallas. El presidente del Gobierno se apresuró a anunciar el fin de las mascarillas despreciando los criterios científicos y la opinión de las Comunidades Autónomas. Pero quería protagonizar la buena nueva. Y si, por algún milagro, España tiene éxito en la Eurocopa, Luis Enrique se erigirá en el máximo protagonista de una hazaña que solo logrará si coloca en su sitio a los jugadores y cambia de táctica.
Pedro Sánchez y Luis Enrique son el mejor ejemplo de la crisis institucional y social que padece España. Nunca deberían haber sido elegidos para desempeñar sus cargos. Pero a uno le empujó Pablo Iglesias para echar a Rajoy y al otro, un tal Luis Rubiales para colocar a un entrenador de su manada. Ni la Presidencia del Gobierno ni la selección de fútbol habían sido dirigidas por personajes tan ineptos. Son el mejor reflejo de una España intoxicada por la mediocridad.