En 1980. El terrorismo contra la Transición, Gaizka Fernández Soldevilla y María Jiménez Ramos coordinan una obra coral en la que se dan cita autores de muy diversas disciplinas académicas (historia, periodismo, ciencias políticas o sociología). El libro está compuesto por 15 capítulos a los que debe añadirse aquellos relativos a anexos y bibliografía. En este sentido, el rigor científico y el orden permean por las más de 500 páginas de que consta, lo que facilita su lectura y la comprensión del mensaje.
No es la primera vez que coordinadores y autores afrontan por escrito un objeto de estudio tan complejo e incluso polisémico como es el terrorismo. La particularidad de la obra que tenemos entre manos radica en que ponen en relación a aquél con un momento fundamental de nuestra historia reciente: la Transición. De hecho, también resulta de máxima utilidad a la hora de combatir a ciertos sectores académicos, políticos y periodísticos que en los últimos años se han propuesto emponzoñar el camino hacia la democracia experimentado por España a partir de 1975.
En este sentido, conviene no perder de vista la siguiente afirmación del profesor Rafael Leonisio: “La Transición española, aunque coincidió con un repunte de la violencia terrorista y fue sin duda imperfecta, dio lugar a una de las democracias más estables y con mayor calidad del planeta” (p.395). Dicho con otras palabras: la violencia observada tras la muerte de Franco en 1975 es responsabilidad exclusiva de aquellos grupos terroristas que se oponían a la democracia, cada uno de los cuales tenía su propia agenda de objetivos. En efecto, si el terrorismo de extrema derecha perseguía un retorno al franquismo, el de extrema izquierda trató de establecer una dictadura de corte marxista, mientras que el etno-nacionalista representado por ETA político-militar y ETA militar anhelaba separar de España al País Vasco.
Con todo ello, el año 1980 significó el paradigma de este recurso a la violencia como herramienta para provocar el cambio político. El resultado más tangible, aunque no el único, fueron las 132 víctimas mortales acaecidas en el citado año. Este dramático panorama tuvo su continuación en la década de los 80 aunque con un matiz fundamental: mientras el terrorismo de extrema derecha y de extrema izquierda languideció hasta desaparecer (debido principalmente a la acción de las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado y a la falta de apoyo social), no puede predicarse lo mismo del terrorismo etno-nacionalista.
A la hora de explicar la continuación de este último, el profesor Matteo Re nos brinda un análisis certero: “La zona gris, esa masa indistinta de personas que, sin participar de manera directa en la violencia, acepta (a veces sin cuestionarlo) y favorece la perpetración de los atentados, tiene un peso relevante en el nacionalismo radical. ETA, además, tenía una base territorial sólida y, hecho fundamental para entender la supervivencia de la banda, mantenía una retaguardia en Francia, país que le servía de cobijo” (p. 153).
Los dos aspectos a los que alude Matteo Re aparecen desarrollados en varios capítulos de la obra. En efecto, a lo largo de los años 70 se había gestado en el País Vasco una atmósfera viciada y tóxica que se tradujo tanto en la inversión de los roles de las víctimas y victimarios como en un desplazamiento de responsabilidad. En consecuencia, se imputaba a las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad del Estado la escarapela de ser agentes al servicio de un “Estado opresor”, lo que justificaba en última instancia atentar contra ellas.
Además, no debe pasarse por alto el rol desempeñado por determinadas fuerzas políticas como el PNV, partido siempre comprensivo con los liberticidios de ETA y partidario de apelar a la existencia de un “conflicto político”… cuyas víctimas siempre eran los ciudadanos no nacionalistas, aspecto este último que en el argumentario jeltzale carecía de espacio. Como resultado, el centro-derecha fue eliminado físicamente en el País Vasco. Tanto entonces como ahora, ¿quién se benefició electoralmente de tal coyuntura?
En íntima relación con esta idea, la obra da un paso más para abordar el destino inmediato de aquellos que fueron asesinados, el cual no fue otro que la indiferencia (por parte de la sociedad vasca) y el olvido (por parte de las instituciones públicas). Al respecto, hay que subrayar que la consideración de las víctimas como referentes morales constituye un fenómeno de reciente data, puesto que lo habitual en 1980 eran situaciones como la explicada por María Jiménez Ramos: “La sociedad vasca reaccionó de forma fría y hermética ante los atentados de ETA de 1980 y las manifestaciones de condena no fueron ni masivas ni constantes. En algunos casos, además, las familias soportaron el peso de la complicidad personal y colectiva en el asesinato” (p.293). De nuevo surgen los contrastes, puesto que esta anormalidad ética chocaba frontalmente con lo que se observaba en el entorno de ETA, tendente a homenajear a sus fallecidos mediante manifestaciones, huelgas o “jornadas de lucha.”
En definitiva, una obra fundamental para comprender la complejidad que encerró la Transición en España y para valorar el compromiso político asumido por sus protagonistas con la finalidad de convertir a nuestro país en una democracia similar a las del mundo occidental. La violencia terrorista supuso un obstáculo notable, sorteado sin recurrir a medidas mesiánicas, radicales y populistas.