Hay que imaginarse que en un futuro cercano, casi todas las relaciones humanas se producirán de manera virtual. No tocaremos, ni oleremos, ni besaremos a los hijos, novias o amigos. Todos nuestros encuentros sociales se producirán a través del ordenador gracias a unas gafas “robóticas” que nos trasladarán virtualmente a un espacio también virtual donde nos reuniremos con nuestros hijos, novias, amigos o compañeros de trabajo, naturalmente virtuales, que serán representados por lo que se llama “avatar”, una copia de nosotros mismos que diseñaremos, naturalmente en 3 dimensiones.
El invento es de Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, y según el magnate, el metaverso no busca ser un mundo de fantasía, sino una especie de realidad alternativa en la que podremos hacer las mismas cosas que hacemos hoy fuera de casa, pero sin movernos de la habitación de nuestra casa. Los creadores aseguran que podremos vivir más allá del Universo y que nos sentiremos realmente presentes tanto física como mentalmente. Pero no es verdad. Seguiremos en este planeta y no estaremos en otro Universo sino tumbados en el sofá de casa sin contacto físico alguno. Aunque muchos lleguen a creérselo, esos que ahora se imaginan que hablan y ven a sus hijos, novias y amigos a través de Facebook o cualquier otra red social. Esos que a nadie ven y a nadie besan.
Porque nuestro entorno se llenará de personas, lugares, objetos que no existen y, sin embargo, a algunos les parecerán auténticos. Pasearemos por la orilla de una playa sin sentir la brisa del mar, ni sentir el calor del sol; comeremos en un restaurante de París, pero no degustaremos el foie (porque es virtual), sino el bocadillo de mortadela que nos hemos preparado y, los más sandungueros bailarán un vals con Scarlett Johansson en un lujoso salón vienés, cuando ni la vecina del quinto se deja invitar a un café. Todo será mentira. Una mentira virtual. Porque la realidad física no se puede emular.
En todo caso, se puede vivir en una realidad imaginaria como la que narra la película italiana “La vida es bella”, escrita, dirigida y protagonizada por Roberto Benigni, que salvo el histrionismo del actor en la empalagosa historia de amor con su mujer, a la que llama continuamente “princesa”, describe un emocionante episodio de resistencia a los nazis. Esa historia en la que una familia judía es encerrada en un campo de concentración y el padre es capaz de convencer a su hijo pequeño de que se trata de un juego, como si estuviera en un parque de atracciones. Quiere protegerle del horror, la tragedia y la muerte que le rodea. Y lo consigue. La inteligente manipulación de la realidad resulta ser un bello poema de amor paterno.
Pero nada tiene de poesía, a pesar de bautizarlo como “metaverso”, el último invento de Mark Zuckerberg. No tiene parangón con la realidad imaginaria de Benigni. Lo que busca el fundador de Facebook es ensanchar su imperio: engañarnos para robar a las personas su información personal y hacer otro negocio descomunal.
Es mejor, vivir como ahora: oler, tocar y besar a nuestros hijos novias o amigos. Y en el peor de los casos, intentar tomar un café con la vecina del quinto. Pero en una terraza del Retiro, a la sombra de un castaño de indias. No a través de un casco virtual.