Nunca he sido comunista, pero he de reconocer que me fascinó la revolución rusa y el experimento leninista. El terror filosófico me obsesionó.
El terror de Robespierre tuvo mucho de barbarie medieval, eso sí, con el invento ilustrado de la guillotina, ese artefacto que permitía al reo, tras una helada sensación fugaz en su cuello, verse por unos instantes su cuerpo separado de la cabeza. Sin embargo, las matanzas de los jacobinos y de Napoleón no llegaron a ninguna originalidad, salvo por el gran número de víctimas habidas.
Pero el terror leninista y estalinista parecía poseer una sobrenatural cualidad: los más abyectos y apocalípticos crímenes, los 14 millones de seres humanos deportados a lugares inhóspitos, y más de 1 millón y medio de asesinados en los gulag (Dirección General de Campos y Colonias de Trabajo Correccional), se justificaron con la teoría revolucionaria de la necesidad hegeliana, algo así como la fase final de la historia humana, o sea, un preámbulo sucio y sangriento que anunciaba la llegada del reino de la igualdad….y del aburrimiento comunista. Vladímir V. Putin (1952) es el último soviético. Se graduó en leyes, pero para aquella época, el Derecho era la superestructura de un Estado cuyos fundamentos residían en el poder omnímodo del Partido Comunista de la Unión Soviética. El artículo 6 de la Constitución lo dejaba clarísimo: “La fuerza dirigente y orientadora de la sociedad soviética y el núcleo de su sistema político, de las organizaciones estatales y sociales, es el Partido Comunista de la Unión Soviética. El PCUS existe para el pueblo y sirve al pueblo.”
Obviamente, con ese régimen político, era mucho más prometedor, para un graduado en leyes, como Putin, dedicarse a los servicios secretos estatales (KGB: Comité para la Seguridad del Estado), que a la profesión, por ejemplo, de abogado.
Cuando, en 1975, ingresa en el KGB, como la inmensa mayoría de los rusos, incluyendo a los miembros de PCUS, Putin ya no cree en el comunismo. Los desatinos criminales de los años de Stalin, y la decadencia moral del prolongado mandato del decrépito Leonidas Brézhnev (1906-1982) -por cierto, nacido en Ucrania-, como ha escrito Yuri Slezkine (1956), en su impresionante estudio La casa eterna (The House of Government: A Saga of the Russian Revolution, 2017): “La era soviética no duró más de lo que dura una vida humana.”
Hèléne Carrère d´Encausse (1929), la historiadora que predijo el estallido de la URSS, ha señalado que “La guerra en Ucrania puede ser el principio del fin de Putin”. Carrère opina que Putin ha creído que entrar en Ucrania, con su ejército, iba ser como la ocupación de Checoslovaquia por los tanques soviéticos en 1968: entonces Brézhnev derrocó al gobierno de Alexander Dubcek (1921-1992), al que consideraba nada fiable, hubo varios muertos y muchos encarcelados, y el dominio soviético se mantuvo sólido en ese país, hasta después de la caída del Muro de Berlin en 1989. Putin ignora que ahora Ucrania se resistirá como España lo hizo contra Napoleón.
Hasta 1989, la Unión Soviética mantenía el último imperio colonial del mundo, pues hasta Portugal había perdido sus colonias en África. En realidad, se trataba del dominio de Rusia, mediante el monopolio del poder del PCUS, sobre un conjunto de territorios que estaban integrados en la órbita imperial soviética, se tratase repúblicas socialistas soviéticas como Ucrania, que tenía asiento en la ONU como Estado independiente, o eran republicas populares, como Checoslovaquia, Hungría o Polonia, etc.
La teoría que fundamentaba y explicaba ese tinglado imperial había sido formulada por el mismo Stalin, y era el desarrollo de las tesis de Lenin sobre la autodeterminación de los pueblos, sólo que adaptada al partido comunista soviético que Stalin había creado a su imagen y semejanza, y que como herencia suya se mantuvo hasta que la Unión Soviética desapareció en 1990. Cuando el PCUS desaparece, 15 territorios soviéticos se declaran independientes -el 16 de julio de 1990, la Rada Suprema de la RSS de Ucrania aprobó la Declaración de Soberanía Estatal de Ucrania-, además de lo que sucedió en los países del pacto de Varsovia, que se acercaron rápidamente a la Europa occidental.
Mientras se mantuvo el comunismo soviético, el imperialismo ruso se justificaba con las teorías metafísicas de la “patria de los trabajadores”, y la superación de la “soberanía burguesa” de los Estados nación.
Putin ha renegado de la autodeterminación de Lenin, pero añora las fórmulas imperiales de Stalin. Por eso Putin es el último soviético, y le han votado en la ONU sólo Estados de un fantasmagórico pasado soviético, como Bielorrusia, Eritrea, Siria y Corea del Norte.
El mundo va cambiar enormemente. Tarde o temprano, Ucrania será el final de Putin. ¿Con qué método soviético él saldrá del poder? Ahí está la duda, porque Putin dispone, como los antiguos dirigentes soviéticos, del botón nuclear. Y a diferencia de aquellos comunistas, Putin es sólo un imperialista del pasado, tremendamente peligroso. El riesgo: volver a la edad de piedra.