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LA BÁMBOLA

Lobo Antunes entre la niebla y los árboles habladores

Diego Medrano
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diegomedranotelefonicanet /12/12/23
jueves 06 de octubre de 2022, 19:52h

Hago yo también mi quiniela para el Premio Nobel con ímpetu similar al soldado que, ante la falta de su amada y sobre la litera, ejercita el pulso vital. Mi candidato es toda una literatura (lo que Borges dijo que Quevedo) y no ya tan solo un autor más: Antonio Lobo Antunes (80 años). El lector en español goza de unos cincuenta títulos desde el pionero Memoria de elefante (1979) que consiguió vender doscientos ejemplares de salida en una editorial ridícula, tras el rechazo general. “La vida es amor y amistad, el resto una mierda”, dice el autor de la memoria lírica, incendiada de palabras.

¿Qué es para Lobo Antunes la literatura? Ese momento en Dickens cuando un hijo va a ver a su madre muy enferma y le pregunta por su bienestar: “Tengo la impresión, hijo, de que hay un dolor en la habitación pero no sé si soy yo quien lo tiene”. Ese momento en Hermann Hesse donde el lobo estepario y poeta oriental escribe: “Es raro caminar por la niebla. Los árboles no se conocen los unos a los otros”. Aquí comienza el desprecio del portugués por toda trama, todo libro ordenado, todo argumento, y comienza un desafío: transformar en palabras lo intraducible.

Dicho de otro modo según el propio autor: “Quiero ser entendido sin tener que explicarme”; “La literatura es un delirio organizado: ni historia ni género”. Al comienzo definía sus libros como “epopeyas líricas”: poesía, narrativa y pensamiento convergen en un todo radical, radioactivo, irreverente. No respeta el orden lógico de la frase o pervierte la sintaxis hasta hacer de ella pura escultura sobre la página herida. Pide al lector lo mismo que Mallarmé o Joyce: esfuerzo, esfuerzo y esfuerzo. Y da clave única: “No abras, lector, con tu llave el libro; el propio libro será quien te enseñe a comprenderlo”. Todo Lobo Antunes es una alucinación sensitiva ajena a concesión alguna.

El portugués centra su trabajo en cómo transformar en palabras realidades anteriores a ellas: emociones, inconscientes, pulsiones, etc. Esto no es Pérez Reverte ni Juan Marsé. Antes o después de la guerra de Angola, no recuerdo, ejerce de médico en un hospital o sala para enfermos terminales de cáncer. Trata a niños entre tres y cinco años. Allí la desesperación llega a cotas insuperables: “La única razón por la que perdono a Dios es porque no existe”. Allí abraza a todos los pacientes como consuelo: “Tengo una vocación animal: necesito oler y tocar”. Un día muere un niño muy pobre, José Francisco. Se sienta y ve cómo llevan al niño sin camilla, envuelto en una manta, mientras su pie no deja de bambolearse en la lejanía. Al día siguiente dimite: “Ya encontré mi camino. Voy a escribir toda mi vida para ese pie”. Su poesía es electricidad azul.

En épocas furiosas ha publicado un libro al año; en otras serenas cada dos o tres. Todas participan del mismo género: un memorialismo trufado de imágenes poéticas donde el lenguaje escarba, sorprende, rastrea, electrocuta. Es un Proust, por instantes, de los bajos fondos, porque la realidad portuguesa es pobre y nostálgica. El tajo es profundo, jamás superficial, por instantes sangriento, solo comprometido con su libertad creadora. Es una prosa que coge al lector por el cuello, aprieta, no lo suelta. No es el barroco hacia fuera, tan cercano al cascabel o el sonajero, al puro adorno, sino hacia dentro, donde el lenguaje es todo pensamiento. Esa creencia de que el barroco no tiene pensamiento es muy bruta: Lázaro Carreter dedicó un libro al asunto en los años 70: Estilo barroco y personalidad creadora. El barroco grande, lujoso, jamás es superficial.

No se parece a nadie Lobo Antunes, no se ha vendido por un fajo más, el rumbo estuvo marcado desde el principio sin moverse de ahí. Desprecia el libro comercial, ajeno a riesgos y compromisos. Cuando le han llamado para premios –fue muy sonado el Camoes- la primera pregunta despejó toda duda: “¿Cuánto?”. Es un experimentalista, un vanguardista, sin perder ancla con una tradición lírica de grandes prosistas que dicen hacer novelas por no saber escribir poemarios. En ninguna de sus páginas rocosas se ha despegado de la emoción ni del consuelo. Parece Homero en un mundo pequeño que supo hacer grande, gigante.

Escribe a mano, sin prisas, una letra detrás de otra, empieza a las ocho de la mañana y cierra la tienda a las ocho de la tarde, por el medio comidas, aperitivos y siestas. No ha engañado a nadie: “Sufro como un perro mientras escribo”. La literatura –como quisieron los Goncourt- es una facilidad innata y una dificultad adquirida. La parte del día entusiasta es la cena, la inauguración nocturna, la vida ya justificada con los folios sudados de ese día, el descanso tras el trabajo hecho, una felicidad obrera o del deber cumplido que pocos conocen. Una paz entera de artesano.

Antonio Lobo Antunes merece el Premio Nobel y, según media docena de jurados europeos, la clave está si quemará la mecha antes de estallar la bomba, si aguantarán los años para la recogida. Pocas veces se ha puesto una corbata. Le gusta la vida al desnudo, entregada, de dentro para fuera, un corazón que habla y un cerebro que no se pierde. Las frases de sus libros son culebras, ríos interminables, latigazos y tajos donde nada mediocre flota tras la carnicería interior. Lo da todo. El primer y mayor esfuerzo supremo lo pone él. Pocos escritores más honestos. Una aventura.

Diego Medrano

Escritor

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