Alba de Céspedes y su obra bien merecen el reconocimiento que supone su publicación en español. Tardía, muy tardía, pues es una mujer cubano-italiana (1911-1997) que desde Italia participó en la Resistencia anti-fascista junto a escritores más conocidos como Natalia Ginzburg, Alberto Moravia o su compañera, Elsa Morante, a quien también se está rescatando −o redescubriendo− en estos tiempos.
En 1952 publicó originalmente en Italia este El cuaderno prohibido, una obra a caballo entre esa Habitación propia que Virginia Woolf reivindicó en 1929 y el clamor del Segundo Sexo que hiciera la francesa Simone de Beauvoir en 1949, fecha sorprendentemente muy cercana al relato que tenemos entre manos. Colindante a estas propuestas a las que remite de alguna manera, es en cambio diez años anterior al mucho más difundido Léxico familiar de Natalia Ginzburg. Sin el efectismo de este, El cuaderno prohibido de Alba de Céspedes resulta una reivindicación muy interesante y sorprendente.
Se centra en la cotidianeidad de una familia, en que la narradora se explica a sí misma los cambios que la sociedad está viviendo, con la asunción de la voz de la mujer en una colectividad que no está preparada para ello, y donde todavía reivindicar los derechos propios significa manifestarse en rebeldía o como "la diferente". De manera que ese cuaderno prohibido que la protagonista compra en un impulso pero que solo quiere esconder, refleja ese proceso. De ese inicial «me propuse hacer valer mis derechos desde ese mismo día» caeremos en un final que podríamos considerar retrógrado pero que creo que es muy realista, «porque todas las mujeres ocultan un cuaderno negro, un diario prohibido. Y todas deben destruirlo.»
Por tanto, esa frase con que concluye: «En el aire solo quedará un ligero olor a quemado», cierra el círculo que la autora inicia con su escritura del cuaderno, ese tiempo de reflexión que le hace percibir con mucha crudeza el entorno en el que vive, el día a día de sus decisiones y sus conflictos, el intento por captar los procesos que hacen evolucionar a su marido, a su propia madre, a sus dos hijos tan disímiles y a ella misma, a la vez que, en realidad, lo hace la sociedad tomando tantos derroteros como a veces no queremos reconocer que sean posibles: «La vida entera transcurre en el angustioso intento de sacar conclusiones y no conseguirlo».
La realidad de la mujer todavía en la segunda mitad del siglo XX es dolorosa: «Yo nunca he tenido ideas propias, hasta ahora me he atenido a una moral que aprendí de niña o a lo que decía mi marido»; una realidad que la protagonista manifiesta no querer reconocer, por lo que en realidad concluye la obra con el fin del cuaderno, con el fin de la visión clara de las cosas: «Aprender a entender las cosas mínimas de todos los días quizá sea aprender a comprender de verdad el significado más oculto de la vida». Cuánta amargura, todavía tan cercana, porque, −nos dirá la protagonista−: «Ante estas páginas, siendo miedo: todos mis sentimientos, destripados así, se marchitan, se vuelven veneno, y cuanto más trato de ser juez, más rea me siento». Cuánto dolor, todavía.