Aparece la segunda entrega de los diarios del escritor desaparecido: A ratos perdidos 3 y 4 (Anagrama). La lucha contra la abulia, contra la pereza, Chirbes empantanado, frente a los fantasmas habituales del alcohol y el tabaco, la niebla metida en los huesos de la vejez, la mirada de reojo a los cuerpos gloriosos, la huida a las mejores ciudades europeas, el Madrid de su juventud, Berlín y París como los más hermosos sustos. Los Diarios de Chirbes (dos disparos en la sien) son espejo roto, vida aplazada, oro molido.
Utiliza muchos símiles pero el principal podría ser la literatura como mampostería: una vez tenemos la materia, sí, hay que saber si queremos sacar del magma una silla, una ventana, una mesa o una banqueta. Busca como el mejor sabueso la respiración del libro ajeno, una literatura viva y de oído, puro ladrón de fuego; si el libro ajeno, clásico o no, triunfa desde su misma respiración. A partir de ahí el desbroce, quitar lo que sobre, sin perder cierto engolosinamiento proustiano, cierta adjetivación deslumbrante e hipotaxis radical. Cuadernos editados como refugio: “El refugio del cobarde, el que se fatiga por el doloroso esfuerzo que exige el atletismo de la verdadera literatura”. Una persecución con aires de leyenda salvaje.
Chirbes se apunta a sí mismo y no tiene miedo ni pasmo al apretar el gatillo. Cree poco en todo lo anterior publicado: salva La buena letra, Los viejos amigos y La larga marcha. Despotrica contra todos los que en la Santa Transición dejaron atrás la revolución para ponerse a cubierto, buena tajada y la escudilla rebosante bajo la mesa. Hace de la cultura una guadaña con la que peina sus días presentes y pasados, sin miedo a cortarse. Sorprenden ciertos fogonazos entusiastas, puras bengalas de socorro por los cielos más encendidos: “Los cuatro mandamientos de Juan Valera para uso de un escritor: austeridad, cultura, trabajo y tolerancia”. Se ve más que nunca un obrero de las palabras, sin sonajero ni pandereta, a lo suyo.
Es divertida su rapiña entre quienes hicieron lucro de su propia ideología. La lejanía no le hace ver peor. “Un gran artista es el que sabe plantear con precisión lo que no la tiene”, apenas susurra. Orientalismo, canto a Babilonia y Nueva York, música suave y verde de fumadero de opio, cantar de pájaro y grillo enjaulado, la violencia urbana como otra ofensa sin defensa. Chirbes huronea, callejea, piensa en quitarse de en medio, pide whisky, fuma y hace del buen callar o callar compartido –hubiera dicho Calderón- otro modo de dignidad frente a tanto chulo de barra por todas las esquinas sociales. La indignidad cometida o heredada es el mismo crimen, idéntico fondo abisal de la fortuna o miseria de cada cual. No engaña.
La fascinación por la derrota es otro jardín donde no falta la sequía. Este Chirbes de pluma estilográfica quiere y no mirar dentro de sí. Huye de los médiums y siempre ve en el gruñón famoso (Juan Goytisolo) lo mismo: el fugitivo de su clase (alta) regresa en la vejez a ella. El místico gramático araña las paredes de la fría celda: “Se habla, se escribe con palabras, no con ideas; las palabras son contenedores que intentan capturar las ideas y guardarlas”. No pierde mampostería, ya se ha dicho, y el remedio es uniforme: “Cuando todo se tambalea, buscar fuerzas en los clásicos”; “Escribir sin prisa y sin miedo. Se hace lo que se puede”. El genio como desesperación superada por el rigor (Goethe). Chirbes no pierde la cuenta.
Pura voluntad de ser y saber al margen, frente a los otros: “El libro no es bueno por lo que le pones, sino por lo que le quitas. Estoy convencido de ello. La literatura se hace cortando. No importa que no te parezca muy brillante lo que has hecho; si no le sobra nada, acaba siendo excelente. Lo dice Cervantes en el Quijote, donde reclama que se le den alabanzas no por lo que escribe, sino por lo que ha dejado de escribir”. Respiración, siempre respiración, primero mantener el tono, luego artesanía. Repasa a Galdós, Clarín, Baudelaire, evita a los moscones de la forma, adora el mensaje encubierto, calienta el cocido de las verdades insoportables, desparpajo y soltura, bella música.
Rafael Chirbes, una mochila barata salida de su pueblo valenciano con cuadernos repletos de balas y una pluma como la mejor pistola, un esteta de la pintura que él ve paralela en los rostros deformes y caricaturas de los suburbios urbanos. Un dibujante, a su bola, de miradas inquietas y huidizas, cabellos arratonados, los de abajo que solo los muy grandes hacen gigantes: “Los cuerpos de los de abajo se los encuentra uno en Caravaggio y en Goya, que prosigue esa herencia de personajes que no son modelos del taller del pintor sino gente de la calle”. Submundo proletario y acera, sin fragua de Vulcano que valga, la rúa ajena a esteticismos ni melaza, sin modelos ni fantasía, gentes que levantas martillos y piqueta.
Nada más horroroso que una vieja puta maquillada con ganas de volver a la provocación. Chirbes, sobrio y discreto, a partir de un fracaso íntimo hace un mundo, y se sabe errante, como quien repara cestas y capazos, gente movediza, paragüeros, cesteros, soldadores, hojalateros y caldereros. Forasteros a los que se echa la primera culpa de un robo o cualquier desaguisado. Gente en el filo afilado, venida desde lejos, con la verdad de la palabra en la boca como el mejor caramelo. Literatura donde el autor se coloca por debajo del mundo y, pegado al suelo, regala su mejor canto.