En los últimos quince años, hemos sido testigos de numerosas crisis que se han ido sucediendo una detrás de otra y que han sido tratadas como fenómenos aislados y autónomos y no como hilos de un mismo tapiz. La crisis inmobiliaria y de las hipotecas subprime que estalló en los años 2007-2008, la de la deuda pública, que comenzó a transmitirse de país en país desde el período 2009-2010, la crisis humanitaria provocada en Europa por los flujos masivos de refugiados en el año 2015, la salida del Reino Unido de la Unión Europea a raíz del referéndum celebrado en 2016 y la sucesión de primeros ministros y la crónica inestabilidad política en el país desde entonces, las crecientes tensiones que agitan el panorama político y social de Estados Unidos en las dos últimas décadas, la crisis pandémica de 2020-2022, la crisis logística de 2021, la invasión de Ucrania por parte de Rusia en 2022 y todas las consecuencias que se han derivado de ella en cuanto a pérdidas de vidas humanas y problemas en los suministros de cereales y combustibles a nivel global (que han causado una ola de inflación desconocida desde los años 70), son explicadas como una triste coincidencia de acontecimientos luctuosos y desgraciados y no como manifestaciones de un único problema central o determinante. No habría que hablar tanto de las crisis como de la Crisis, la de un orden que impera desde los años 80 y que necesita de urgentes reforma y reestructuración.
Si partiéramos de esta hipótesis de trabajo, tendríamos que contemplar los azarosos tiempos actuales como los de un final de época, como el advenimiento de un nuevo ciclo que, inevitablemente, va a traer consigo profundos cambios y, prácticamente de forma inevitable, el surgimiento de ganadores y perdedores, algo que siempre sucede en este tipo de situaciones. Prescindir de esta perspectiva implica no poder comprender la creciente polarización existente en nuestras sociedades, la aparición de conflictos recurrentes cada vez más agudos y afilados y la irrupción con éxito electoral de opciones ideológicas que ponen en duda los fundamentos de nuestros sistemas institucionales. Porque cuando un orden es sustituido por otro, las viejas estructuras sociales de estatus, roles y jerarquías se ven radicalmente alteradas y ello abre largos períodos de duración indefinida dominados por la incertidumbre, la zozobra y el desasosiego. Yo, desde mi faceta de crítico de cine, siempre defiendo la idea de que, en muchas más ocasiones de las que creemos, las películas son el medio para ilustrar un concepto o una reflexión que arroje luz sobre muchas realidades sociales por su capacidad para resumir en hora y media o dos horas historias complejas que pueden articular multitud de tramas y de personajes representativos de situaciones clásicas y arquetípicas (¿acaso no era esa la filosofía del mítico programa de televisión La Clave, dirigido por el recientemente fallecido José Luis Balbín?). Si, en mis dos anteriores artículos, hice referencia a El círculo de Jafar Panahi como medio para conocer la situación de la mujer en Irán y a Iván el Terrible de S. M. Einsenstein como ejemplo de la mentalidad subyacente a las instancias oficiales de poder en Rusia, hoy debo decir que hay numerosísimas películas que abordan el tema de cómo el ser humano afronta las transformaciones del orden establecido y de ellas se desprenden numerosas notas y observaciones que nos pueden resultar valiosas para comprender la evolución del mundo actual.
Ahí tenemos el ejemplo clásico de dos títulos concebidos desde perspectivas radicalmente diferentes como son Lo que el viento se llevó (1939) de Victor Fleming (junto a George Cukor y Sam Wood, aunque no aparezcan en los títulos de crédito) y El gatopardo (1963) de Luchino Visconti, dos películas en las que contemplamos cómo dos mundos (el del sur de los Estados Unidos antes de la Guerra Civil americana y el del Reino de las Dos Sicilias antes de la unificación italiana, respectivamente) se disuelven con el curso inexorable de la Historia y ello obliga a muchas personas a ajustar su mentalidad a los nuevos tiempos y a los nuevos modos y maneras con los que se desenvuelven los asuntos públicos y privados y no siempre lo logran. Los personajes de Ashley Wilkes (Leslie Howard) y del príncipe Fabrizio Salina (Burt Lancaster) en cada una de las dos películas representan la imposibilidad de encajar en unas circunstancias radicalmente diferentes a aquellas en las que ellos se han formado y han vivido y esa imposibilidad de adaptación los lleva a experimentar una sensación de extrañamiento que les impide integrarse en el nuevo orden constituido.
Algo parecido ocurre en Doctor Zhivago (1965) de David Lean, aunque, en este caso, las dificultades y desventuras del protagonista (interpretado por Omar Sharif) derivan de las imposiciones establecidas por el nuevo estado (la Unión Soviética) sucesor del antiguo imperio zarista. Nuevas normas, nuevas leyes, nuevas instituciones, nueva configuración del poder político afectan de manera brutal a las vidas cotidianas de las personas, que se ven forzadas a cambios de ocupación laboral y desplazamientos geográficos y que ven cómo sus posiciones en la escala social sufren dramáticas alteraciones. Mucho más trágica es la experiencia vivida por el protagonista de La hora 25 (1967) de Henri Verneuil, Johann Moritz (interpretado por Anthony Quinn), quien va pasando por campos de concentración y reclutamientos forzados al albur de las invasiones y cambios políticos acaecidos en el período 1939-1945, ejemplificando que las épocas de convulsiones son momentos en los que la dignidad humana se ve pisoteada y la vida de una persona apenas llega a tener valor en medio de las brutales luchas de poder. En ocasiones, el gran problema al que hay que enfrentarse es, simplemente, el perder el medio de vida del que se disponía para subsistir y la dificultad para encontrar un medio alternativo, tal como vemos en Harakiri (1962) de Masaki Kobayashi. En torno a 1630, tras la llegada al poder del shogunato Tokugawa y l fin de un largo período de guerras civiles, muchos samuráis no tienen a quién ofrecer sus servicios y se ven sumidos en la pobreza. Algunos de ellos intentan conseguir algo de dinero simulando que se van a practicar un suicidio ritual con el fin de que alguien se compadezca de ellos y les ofrezca unas monedas con el fin de disuadirlos de su idea. El cambio de orden conlleva la pobreza para muchos y eso es un factor añadido para el caos o la inestabilidad.
Pero si hay una película que refleja con absoluta claridad el aspecto más relevante desde el punto de vista psicológico de un cambio de orden es la coproducción hispano-francesa Adiós a la reina (2012) de Benoît Jacquot. Este film, que clausuró el Festival de Cine de Málaga del año 2012, se desarrolla en los días inmediatamente anteriores y posteriores al 14 de julio de 1789 y muestra cómo era la vida cotidiana en la corte de Luis XVI en Versalles en esas fechas. Vemos cómo, en esa burbuja palaciega, todo parece plácido y tranquilo y se rige por códigos implícitos que parecen inamovibles. Quienes viven allí permanecen ajenos a la atmósfera revolucionaria que se vive en París y piensan que nada va a cambiar. Pero, cuando llegan las noticias de la toma de la Bastilla, irrumpe de forma abrupta en Versalles la incertidumbre y, asociada a ella, el miedo. Los nobles que viven en palacio formando parte de la corte real acaban siendo filmados casi como fantasmas nocturnos deambulando por los pasillos porque la revolución que se avecina los va a despojar de su identidad: van a dejar de ser lo que son para, en el nuevo orden, ser algo diferente que, de momento, desconocen qué puede ser. La protagonista de la película, a través de quien contemplamos toda la historia, Agathe-Sidonie Laborde (personaje interpretado por la actriz Léa Seydoux), que ejerce de criada al servicio de la reina María Antonieta en condición de lectora, la vemos desaparecer, al final de la película, a borde de un carruaje que se pierde en la niebla: sabíamos lo que era antes de esa fatídica fecha de julio de 1789 pero lo que será a partir de ella aún es brumoso e impreciso.
Los cambios de orden social implican necesidad de adaptación de mentalidades, cambios abruptos en los modos de vida (con posibilidad de que la dignidad humana llegue a ocupar un lugar más que secundario), dificultades para mantener los medios habituales con los que las personas lograban subsistir y, sobre todo, modificaciones dramáticas de la percepción que los seres humanos tienen de ellos mismas. Esto último termina siendo lo más decisivo: cada individuo contempla cómo la que consideraba su identidad se le licúa entre los dedos y la misma es ocupada por el más angustioso y desconsolador vacío. La imprevisibilidad que se deriva de ello conduce a que los procesos asociados a estas transformaciones hayan tenido lugar, a veces, de manera no excesivamente cruenta pero, en otras ocasiones, como en los períodos de 1789-1814 y 1914-1945, han dado lugar a situaciones de extraordinaria virulencia. Se dice que quien no conoce la Historia está condenada a repetirla pero lo que se deduce del pasado es que el ser humano no suele aprender de los errores del pasado. Esperemos que esta vez no sea así y los actuales dirigentes políticos sepan conducir la situación de modo inteligente aunque los acontecimientos más recientes no inviten para nada al optimismo.