Llega Gimferrer con poemario/libro nuevo y cuyo título en latín (Tristissimanoctis imago, Fundación José Manuel Lara) es otro susto. No sé cómo pedirán en los sitios la generación X/Y/Z tan soberbio cóctel. Llega Pere Gimferrer electrificado de sí mismo, melena de músico sin melena, sombrero de poeta sin sombrero, abrigo hasta los tobillos convertido en gabardina, bufandas de seda y no aquellas gordas como sogas donde sudaba la gota gorda (las mujeres, Cuca de Cominges, mandan lo suyo). Llega Pere Gimferrer, al borde del precipicio, bailando con los talones, en un nuevo crimen de la pantera rosa. Horaciana convulsa.
Todo Gimferrer es siempre el mismo y diferente. Se lo dijo un día Juan Luis Panero: “A ti te gusta encerrarte en la plaza con muchos toros, mientras que yo siempre lo hago con el mismo”. El poeta encierra muchas voces, contiene multitudes a la manera de Whitman, y quiso ser, lo ya dicho, muchos autores a la manera de Pessoa, sin pseudónimos ni tampoco heterónimos (¿sabe la generación X/Y/Z la diferencia?), a pelo, a calzón quitado, puro relámpago. Desde los catorce años jamás apeó la vanguardia y aquí, con la horaciana, vuelve a apretar el tornillo en otra tuerca diferente, versos sin verbos, versos con una puntuación diferente, versos de otro tiempo reconvertidos en este, versos reunidos bajo la bandera general del título: “Cuando vuelve la imagen tristísima de aquella noche”. Solo recuerdo dos autores capaces de recitar por largo tiempo en latín: Anson y Pere.
La crítica literaria, peinada de domingo y con bombachos, volverá a subir al carrusel literario, a lo de siempre. Que si irracionalismo poético, que si surrealismo, que si enumeraciones caóticas, que si mucha imagen, que si barroco sonoro y todo lo ya masticado. El caso es que todos sus poemas son un calambrazo, un fogonazo, un electroshock, un videoclip. Azorín siempre habló de esmaltar la prosa, de colorear la prosa, y esas vocales coloreadas y nerviosas de Rimbaud están aquí, siguen aquí, como cepo y alta tensión bajo la lluvia. Un Gimferrer más corto, menos lógico, pero por ello más libre, más loco, más maravilloso.
Me gustaba mucho cuando Gimferrer sacaba la navaja cachicuerna y propinaba mandobles a los machadianos, poniendo por delante de la muleta misma a Jean Cocteau, por ejemplo. Nos entretenían los duelos a florete entre Gimferrer y Trapiello, ambos tirando a dar, con mucha sexualidad entre medias en los ditirambos y arte negro. Caerá el Premio Nobel de Literatura para Pere Gimferrer como no vino para Javier Marías, seguro, aquí va esta porra. Respecto a lo que es poética pura y dura me gustaría hacer hincapié en dos frases que ningún periodista subraya. Las dos son antiguas: “Jamás he entendido la cultura como algo distinto a mi propia vida”; “Soy un lector y un espectador de cine y de pintura”. Ahí está todo Gimferrer: una cultura de la cultura, una literatura de la literatura, donde la vida siempre va por delante, colándose en cada esquina, dueña y soberana en los picos más elevados, arrebatadora y única, todo lo contrario a una letra de laboratorio.
Un paleto asturiano, crítico en libelos y octavillas, analfabeto de Aldeanueva del Camino, extremeño astur, Pepa o Luisa en la intimidad aunque gaste adminículos, dijo en su fecha algo grotesco. Que Gimferrer era una máquina de hacer endecasílabos, pero que si quitábamos tres o cuatro, el poema seguía igual, por lo que no añadía nada. ¿Y si en el Quijote, Pepita, quitas dos capítulos enteros, sigue o no sigue igual? ¿Y si en Horacio quitamos cincuenta páginas sigue o no sigue igual? ¿Y si en Neruda quitamos del conjunto cuatro libros enteros sigue o no sigue igual? ¿Y si en Góngora quitamos esa misma media docena de endecasílabos sigue o no sigue igual? En fin, la miopía española es dantesca. La obra de arte la cierra el autor. Y sí, en el Guernica de Picasso podemos quitar el caballo, y sigue igual, o una de las putas de Las señoritas de Avignon, y también sigue igual. Incluso a tu cara de culo podemos quitarle las gafas y sigue igual, fea hasta la glotis.
Gimferrer es toda una aventura, no ha perdido juventud ni acaso la navaja cachicuerna, porque tiene desde hace décadas unas memorias muy jugosas (Temblad, traidores) que él quiere póstumas y muchos quisiéramos presentes. Es un diálogo su obra con varias tradiciones foráneas (Pound, Eliot, Perse, Dante), unas gotitas propias españolas (Góngora, Lorca, Aleixandre, Rubén, Bocángel, Villamediana) y mucho nuevo, de lo que no hay, creado en la rueca sin perder talón, a toda velocidad, quizás por eso feche sin tregua. Realmente, trabaja como un pintor o un cineasta. Imagen, sonido y palabra. No hace tanto abstracto como se piensa y, en gran número de ocasiones, la ficción fue su manera entera de contar la verdad desnuda y sin mermas (El agente provocador, Interludio azul, grandes orgias amatorias y azules).
“Un poeta debe hacer siempre lo opuesto a lo que se espera de él”, dice por ahí en la presentación del nuevo libro, palabras de 1994 en Autorretrato. Jamás quiso ser un José Pla de un millón de páginas iguales. Una técnica nueva en cada título trae muchos peligros en este país. Quizás todo quede igualado por la mascarada: la vida en la cultura o al revés; la referencia cultural como mero antifaz, tramoya, prótesis para contar algo vivo de uno mismo. Una escritura arrebatada, intensa, donde nada cae en baratura o calderilla. Absoluta joyería verbal: el lujo entero del idioma.