Este marzo, que trae el clima engañoso al que uno no se acostumbra, que cambia sus vientos por treinta monedas traidoras primaverales o la necesidad innata de ir a la contra que a veces nos acomete. Estas y otras razones serán las que favorezcan que no tengamos todo tan claro.
Así comienzan las rebeliones, con la chispa del no sé qué que colma el día de hoy y ayuda a condenar lo que no queremos se perpetúe en el mañana. Pero insisto, no se tiene tan claro. Se acaba por no recordar qué las iniciaron, pero sí más tarde ‘las cúpulas, las torres desmochadas […],/ el trino vivaz de los gorriones, al borde/ del abismo de su extinción.’ Las humaredas y los humores bajan. La calma permite recapacitar por qué se hicieron y por qué eran inaplazables. Por qué confiar en cualquier revolución.
Si son indispensables, que sucedan como el autor nos indica: en lugares inciertos que aúnen historia y fantasía, amor y belleza, terror que se pueda reciclar en creencia. El poeta Ignacio Vleming cree en su libro, La revolución exquisita, que poner los dedos en las llagas de las pancartas y los símbolos que se erigen representando algo volátil es necesario, porque no son equiparables al arte y a la belleza buscados, que son los antídotos contra todo lo que se nos escapa. Ninguna certeza debe darnos, por ello estos poemas nos atrapan con su grandilocuencia y atrevimiento en las imágenes que empujan ventiscas con forma de condena. Como si añadiese un capítulo más a sus anteriores libros de poemas, éste nos hace confiar que son innecesarios los derramamientos de sangres y furias, a cambio del caer de la lluvia como pedriscos de verano.
La lanza queda rota no en favor del escándalo gratuito o el pacifismo descafeinado, sino del recuerdo de su amistad con la poeta Carmen Jodra Davó, a quien está enteramente dedicado el libro y hace alusión en uno de los poemas más hermosos que contiene, el titulado Voz. En él ―y que el lector pierda cuidado con mi mención, pues en el momento de su lectura sentirá igualmente la sacudida que provoca el buen oficio de Vleming―, la visión de un chico de unos veinte años que arroja claveles blancos y rojos durante una procesión, hace acogerse a lo sagrado que despliega el ensueño de maravillosos poemas imposibles de asir mientras uno los duerme, como en la cita de Pushkin mencionada en las páginas finales.
Será la desmesura de este libro, que irónicamente busca lo certero, la manera de revolucionarse ante la tristeza infinita del vivir. Pero es una revolución que no interfiere en las acciones diarias que devienen farsas a la menor de cambio si se pretenden heroicas. Mejor si parte los corazones de los poetas al calor estival que permite maduren, y al son de los libros que nada pueden solucionar.