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Memorias

Stefan Zweig: El mundo de ayer

domingo 12 de marzo de 2023, 19:57h
Stefan Zweig: El mundo de ayer

Traducción de Eduardo Gil Bera. Alianza. Madrid, 2023. 454 páginas. 28,50 €. Se recuperan las extraordinarias memorias del escritor austriaco que huyó del nazismo, de cuyo suicidio se cumplen ochenta años. Por Matías Jaque Hidalgo

Con ocasión de los ochenta años de la muerte de su autor, Alianza publica una nueva edición de El mundo de ayer de Stefan Zweig, sus memorias, con traducción del alemán por Eduardo Gil Bera. Se trata de una de las obras de Zweig que mayor interés despierta entre los lectores contemporáneos, hace no mucho publicada, con traducción de J. Fontcuberta y A. Orzeszek, por Acantilado, cuyo catálogo incluye varias obras de Zweig, entre otras un volumen que recoge sus biografías. Como es sabido, Stefan Zweig se suicida en 1942, junto a su segunda esposa, en la ciudad de Petrópolis, tras acumular algunos años viviendo en el exilio a causa del ascenso al poder de Hitler y la posterior anexión de Austria, su país natal. Desde entonces, y como si la posteridad se vengara del violento borrado que de su obra intentara el régimen nazi, los libros de Zweig no han parado de reeditarse y de encontrar nuevos lectores. Tal parece que, por una u otra razón, la conciencia europea necesita de vez en cuando volver a Zweig, un representante del conjunto de valores liberales con los que los europeos aún se identifican, pero también una voz de alarma ante los peligros que amenazan, hoy como entonces, con fulminar ese modo de vida. Zweig, que solía identificarse con la figura bíblica de Jeremías, y que por tanto advirtió inútilmente del advenimiento del horror en su tiempo, puede servir a través de su legado -o es lo que, aventuro, motiva la lectura recurrente de sus memorias- como un guía para afrontar los horrores de nuestro tiempo.

El ayer al que alude el título corresponde a los últimos años del imperio austrohúngaro en la Viena anterior a la Primera Guerra Mundial. El relato de Zweig es honesto, pero no por ello imparcial. Sus memorias son tan interesantes por lo que dice como por sus silencios y por los sesgos que su posición le imponía. “Naturalmente”, recuerda Hannah Arendt en una recensión particularmente dura del libro que aquí comentamos, “el mundo que Zweig describe era cualquier cosa menos el mundo de ayer; el autor […] vivía confinado en su órbita”. Fuera de los cercos que protegían (pero también, en cierta medida, asfixiaban) a la burguesía, el mundo hacía tiempo que se resquebrajaba e incubaba una crisis, y su arribo solo pudo constituir un cataclismo abrupto para quienes hubiesen vivido ajenos a las convulsiones subterráneas del imperio.

Casi nadie que haya examinado el mundo de Kakania ha omitido el papel que, en los años que precedieron el estallido de la Gran Guerra, desempeñó la llamada “crisis del lenguaje” (véase, por ejemplo, el primer capítulo del excelente Guerra y lenguaje, de Adan Kovacsics). En contraste con la seguridad que identificó la vida social de la burguesía, la “crisis” parece haber constituido la marca de su vida intelectual, que recorre desde Fritz Mauthner hasta (algunos años más tarde) Wittgenstein. El admirado Hugo von Hofmannsthal, que para Zweig y su generación simbolizaba “uno de los grandes prodigios de la perfección precoz” y, en general, las posibilidades creativas de una nueva juventud, denunciaba en su famosa Carta de Lord Chandos el descrédito del lenguaje como herramienta de expresión: “Las palabras abstractas que de forma natural debe usar la lengua para emitir cualquier juicio se me deshacían en la lengua como hongos podridos”. La cuestión es que, antes de 1914, la “crisis del lenguaje” se entiende y se vive como un problema intelectual y artístico inmanente, pero no se la ve vinculada al resquebrajamiento incipiente del imperio.

La Gran Guerra cambia esto. O más bien, revela de golpe que dicha crisis fue desde siempre un síntoma cuyas raíces provenían de tensiones profundas en el corazón de Europa. Repárese en el detalle de que, cuando Zweig, como decidido antibelicista, intenta convocar voluntades entre la comunidad de escritores para hacer frente a la “propaganda del odio”, Hofmannsthal se cuenta entre los “me habían hecho saber en conversaciones privadas que no contara con ellos” (p. 261).

La crisis del lenguaje, y el mutismo al que conducía, dejaba de ser una conclusión puramente intelectual. La Gran Guerra -como sugerirá Walter Benjamin- vuelve el mundo un lugar “inenarrable”, en el que la experiencia de un horror inédito rebasa y torna caducas las capacidades expresivas cristalizadas en nuestros hábitos de lenguaje. Ante esa inadecuación, se abren dos opciones: primero, profundizar la desconfianza hacia el lenguaje como tal y extremar su destrucción, con la esperanza de que de tales cenizas surja una conciencia nueva, un arte nuevo; es esta la solución que adoptan muchas vanguardias del periodo de entreguerras, con Dadá en la primera línea. Zweig, aunque reconoce que “no quisiera haber[se] perdido aquella época caótica” dominada por “excesionistas”, pues “de sus experimentos temerarios han quedado propuestas valiosas” (p. 319), se inclina, no obstante, por una segunda opción, que es volver al lenguaje cristalino de su propia generación, de cuya trascendencia, una vez pasada la tempestad de los tiempos, no duda ni por un segundo.

Pero, entre la destrucción del lenguaje y una vuelta a las formas ritualizadas de principios de siglo, vale decir, entre la tentación de dos posibles mutismos, comienza a emerger otra solución, más oscura, más siniestra, y de la que Zweig alcanzará a ser un horrorizado testigo: la organización del discurso por parte de un Estado totalitario que, mientras quiebra voluntades y cuerpos, elabora los contenidos de consciencia y los medios oficiales para expresarlos.

Zweig es todo menos ingenuo; es, a ratos, dolorosamente consciente de las limitaciones que su origen social y cultural impone en su forma de entender los acontecimientos. Sabe que el mundo que merece toda su nostalgia era, ciertamente, un “castillo de naipes” condenado a caer. Pero incluso en sus momentos de mayor acritud hacia la estrechez de miras de los dirigentes que condujeron a Europa al caos y la alegre indolencia con que la sociedad civil se dejó arrastrar a él, reserva una confianza cuasi religiosa hacia la cultura, el arte, la esfera intelectual liberal. Por ejemplo, cuando son los peores años de la inflación, y la pérdida del valor del dinero parece conllevar un olvido generalizado de valores morales y estéticos, Zweig afirma: “Nunca amamos el arte en Austria más que en aquellos años del caos, porque con la traición del dinero sentíamos que solo lo eterno en nosotros era realmente estable” (p. 313).

Dicha confianza puede parecernos, a la luz del paso del tiempo, más o menos ingenua, o incluso más o menos creíble, pero constituye un testimonio de incuestionable interés saber que una de las personas mejor informadas y cultivadas de su época así lo pensara. Su lucidez, sin embargo, a ratos lo traiciona, cuando ciertas imágenes, ciertas metáforas, ponen en entredicho el valor de ese “patrón oro” encarnado en la alta cultura, haciendo que la confianza depositada en ella se transforme de pronto en un grito de auxilio o en un lamento nostálgico. Mientras espera, por esos mismos años, que los músicos comiencen a tocar en medio de indescriptibles penurias, desliza (p. 314): “…y nosotros mismos parecíamos fantasmas, en aquella casa que se había vuelto fantasmal”.

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