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TRIBUNA

“La última cena” de Stalin (El 70 aniversario de la muerte del Caudillo Soviético)

domingo 12 de marzo de 2023, 20:00h

En la noche del 28 de febrero al 1 de marzo de 1953, los miembros del Buró Político estaban en el Kremlin viendo una película. (Stalin era un gran aficionado al séptimo arte, especialmente a las películas norteamericanas, que le proyectaban solo para él y sus invitados en un mini-cine equipado y acomodado en el propio Kremlin). Después de la sesión todos se marcharon a la dacha. Allí se reunieron Beria, Jrushiov, Malenkov y Bulganin, todos ellos del círculo más próximo de Stalin, y estuvieron hasta las cuatro de la madrugada.

Estas cenas-borracheras hasta altas horas de la madrugada eran muy habituales. Se comía y se bebía mucho. El Amo —así muchas veces llamaban a Stalin sus invitados— no bebía mucho, pero a los demás invitados sí les obligaba a beber y hacer brindis tras brindis hasta que se emborrachaban. El Amo llevaba a la práctica el conocido proverbio ruso, que traducido al español, sería algo así como: «Lo que el sobrio tiene en la mente el ebrio lo tiene en la lengua», o sea, el borracho puede irse de la lengua y decir algo que oculta a los demás en un estado normal. Por ello, para que el Amo no sospechara que alguno de sus compañeros intentaba ocultarle algo y por eso rechazaba la copa, todos seguían bebiendo sin oponerse hasta el final, que, habitualmente, llegaba hacia las cuatro de la madrugada.

En estas «veladas», tanto el Amo como sus invitados, bromeaban, contaban chistes, a veces bien verdes, se permitía un lenguaje «no oficial» (tacos y palabrotas), se burlaban unos de otros, excluyendo, —claro— al propio Amo. En fin, se lo pasaban muy bien después del tenso trabajo en el Kremlin. Al día siguiente Stalin se levantaba sobre las once o las doce del mediodía y a las dos aparecía en el Kremlin, donde permanecía trabajando hasta bien entrada la noche y de nuevo volvía a la dacha con sus invitados de turno. Ser invitado a estas veladas estalinianas se consideraba un gran honor y hasta un premio, incluso superior a alguna condecoración oficial. Y todas las instituciones del país, mejor dicho, sus cúpulas directivas, trasnochaban adaptándose al horario del Gran Timonel.

Aquella noche se repitió la costumbre establecida. Estuvieron comiendo y bebiendo. Stalin aquella noche había preferido tomar un joven vino georgiano, de muy poca graduación, por lo que una fuerte borrachera es poco probable que fuese la causa del ataque que más tarde sufrió. Sobre las cuatro de la madrugada empezaron a llegar los coches de los invitados para llevarlos a sus casas. El Amo estaba despidiendo a sus invitados y el servidor-ayudante jefe, llamado Jrustaliov, que estaba de guardia aquel día y aquella noche, le ayudaba a cerrar las puertas tras las que se marchaban (recuerden este nombre, será clave más adelante).

Stalin se fue a dormir y Jrustaliov se acercó a la habitación donde se encontraban los guardias de seguridad y les dijo con tono alegre: «El Amo dijo que esta noche podemos dormir todos, él no necesitará nada». Dos de los guardias presentes testificaron luego que esta había sido la primera vez desde que trabajaban en la dacha que el Amo les había dado este permiso. Y se pusieron a dormir tranquilamente.

A las diez de la mañana, según el libro de registro de entradas y salidas de la dacha, se marchó Jrustaliov, quedándose los demás en sus puestos. Este día, que era domingo, todo estaba preparado en la cocina para que cuando se levantase el Amo, poder llevarle lo que pidiera, habitualmente té y bocadillos. Pero ni a las diez, ni a las once, ni a las doce llamó nadie. Tampoco a la una del mediodía, ni a las dos, ni a las tres, ni a las cuatro. Nadie se atrevía a ir a ver al Amo sin que él llamara previamente —estas eran las normas internas—. El miedo a la bronca que pudiera soltarle el Amo por incumplir las reglas establecidas superaba la preocupación y la curiosidad que sentían los guardias y la servidumbre. Pero al pasar las horas y no producirse noticia alguna desde las habitaciones privadas de Stalin, empezó a crecer otro miedo, el de poder ser acusados de negligencia por no acudir en ayuda del Amo y no avisar a quienes se debe en estos casos. Al fin y al cabo, ellos eran guardias, que no solo debían proteger el «objetivo» de las amenazas desde el exterior, sino también garantizar que no le pasara nada dentro de la casa.

Por fin, el segundo miedo y el sentido común vencieron al primer miedo y uno de las guardias decidió ir a ver qué era lo que estaba pasando. Y lo que vio le quitó la respiración y le paralizó el cuerpo. En la sala del pequeño comedor, en el suelo, estaba tirado el Amo, con una mano algo levantada, como si llamara para que le ayudaran, consciente, pero sin poder articular palabra, solo emitía balbuceos y ronquidos. Tenía los pantalones mojados y le rodeaba un pequeño charco de orina. Al comprender que Stalin había sufrido un ataque o algo por el estilo, el guardia llamó a sus compañeros y a una de las sirvientas. Juntos llevaron el cuerpo de Stalin a otra habitación más espaciosa y lo posaron en un amplio diván. Uno de los guardias empezó a llamar por teléfono a las más altas instancias del poder.

El primero en recibir una de estas llamadas fue el jefe de la KGB, Ignatiev, asustado se la pasó a Beria, entonces ministro del Interior y el más cercano colaborador de Stalin y este, enseguida, llamó a la dacha y ordenó a su personal: «Sobre la enfermedad del camarada Stalin no hablen con nadie».

Por fin, pasadas cuatro horas desde la primera llamada de aquel guardia, llegaron a la dacha Beria (ministro del Interior), Malenkov (presidente del Gobierno), Jruschiov (primer secretario del Partido Comunista de Moscú) y Bulgánin (ministro de Defensa). Al ver a Stalin reposando en el diván, emitiendo ronquidos, y con los pantalones meados, Beria, con tono grosero, dirigiéndose al guardia que les había avisado de lo sucedido, le dijo: «¿Para qué has armado todo este jaleo? Resulta que el Amo está durmiendo tranquilamente. Podemos irnos todos de aquí. No nos molestes más con falsas alarmas. Y tampoco molestes al camarada Stalin».

Y todos se marcharon dejando allí al anciano de setenta y cuatro años «durmiendo tranquilamente» con los pantalones meados. Luego, los guardias volvieron a llamar porque el Amo no se levantaba y, por fin, trece horas después de la primera llamada llegaron los primeros médicos.

Seguramente jamás sabremos con absoluta certeza qué fue lo que sucedió aquella noche en las habitaciones cerradas del Amo. Pero, solo hay dos posibilidades: o el Amo se había vuelto loco y realmente dio aquella orden para que todos los guardias se fuesen a dormir y, por una asombrosa coincidencia, esa misma noche se le produjo un derrame; o Jrustaliov había recibido una orden de alguien para que mandara a dormir a sus subordinados para así quedarse a solas él, o con alguien más que le acompañase, con el Amo.

¿Entró solo Jrustaliov en la habitación en la que Stalin se había quedado sin custodia, o lo hizo acompañado por alguien más? ¿Le pusieron una inyección al Amo mientras dormía? ¿Provocó esta inyección un derrame? Todo esto son conjeturas, pero si realmente todo ocurrió así, resulta reveladora la inusitada valentía, demostrada por los compañeros de armas de Stalin, quienes, una vez enterados de lo que le había sucedido al jefe, no se apresuraron para acudir en su ayuda, salvo que supieran de antemano lo que «realmente» había sucedido, y por eso estaban seguros de que el Amo ya no representaba ningún peligro.

Pero en cualquiera de estas dos variantes, el «cuarteto» mencionado dejó conscientemente que el Amo se muriese sin prestarle la primera y más necesaria ayuda.

Cuando llegaron los médicos, poco pudieron hacer. Mientras duraba la agonía, Beria, Malenkov y Jruschiov se reunieron en el despacho de Stalin en el Kremlin, repartiéndose los poderes. Luego se añadieron Molotov, Mikoyan, Voroshilov, Kaganovich y otros miembros del Presidio del Comité Central del PCUS. Ellos acudían periódicamente a la dacha para ver cómo iban las cosas. El 5 de marzo a las diez menos diez de la noche Stalin falleció.

Beria, que se encontraba en este momento en la dacha, camina algo eufórico hacia la salida y grita a los guardias y a la servidumbre agrupados en la antesala: «Jrustaliov, mi coche». Se acuerda el lector de este nombre. Fíjense, entre todos los guardias y los ayudantes allí presentes, Beria había elegido, precisamente, a Jrustaliov, y fue él quien mandó a dormir a la guardia personal de Stalin la noche en la que se le produjo el derrame cerebral.

Sobre la muerte de Stalin se han escrito libros y libros. Existen varias versiones y hasta leyendas. Aunque aún, tantísimos años después, no se sabe con certeza lo que realmente ocurrió. La versión que estoy ofreciendo en este artículo está basada en los nuevos datos y testimonios que han aparecido en todos estos años.

Si él lector quisiera conocer algunos detalles más sobre lo ocurrido, hace 70 años, en relación con la muerte del Generalísimo Stalin: ¿quiénes realmente estaban implicados, de una u otra forma, en la muerte del Amo del País Soviético?; ¿cómo pusieron el cadáver embalsamado del Caudillo en el Mausoleo, al lado de Lenin, y de qué manera, varios años más tarde, lo sacaron de la majestuosa “cripta” leninista y lo enterraron en una tumba menos pomposa en la Plaza Roja de Moscú, al lado de la Muralla del Kremlin?; ¿cómo el pueblo soviético estaba llorando la muerte de su Gran Timonel?, todo esto lo he descrito en mi libro, recientemente publicado por la editorial Sekotia (Grupo Almuzara), bajo el título “La Voz que Venía del Frio – RADIO MOSCÚ – Eusebio Cimorra – (1939-1977)”.

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