Su nombre de nacimiento, Consuelo Suncín-Sandoval Zeceña, no nos dice nada. Pero todo cambia, y mucho, si consignamos el que le ha hecho pasar a la posteridad: Consuelo de Saint-Exupèry, la mujer de Antoine de Saint-Exupèry, autor del eterno best seller El principito, convertido en el libro francés más leído y traducido y vendido de todos los tiempos.
Consuelo Suncín-Sandoval nació en el pueblo de Armenia, en El Salvador, el 10 de abril de 1901, en el seno de una familia pudiente, lo que le permitió realizar estudios en el extranjero. Falleció en la localidad francesa de Grasse el 28 de mayo de 1979. Entre medias, una vida llena de acontecimientos y peripecias, el desarrollo de una intermitente carrera como pintora, escultora y escritora, y tres matrimonios. Al primero, Ricardo Cárdenas, le conoció en San Francisco, donde Consuelo se había instalado con el propósito de aprender inglés. Su matrimonio no duró mucho, y al poco tiempo después de su divorcio, Cárdenas murió en un accidente ferroviario. Consuelo viajó a México y a París. En la capital francesa conocería a su segundo marido, el escritor, periodista y diplomático guatemalteco Enrique Gómez Carrillo. Tampoco este enlace fue largo, ahora a causa de la muerte de Gómez Carrillo a los once meses de la boda. De nuevo viuda, y heredera de una gran fortuna y del legado de su difunto esposo, se afinca en Buenos Aires. En la ciudad bonaerense tiene lugar el encuentro con Antoine de Saint-Exupèry, que marcaría un antes y un después en su existencia, y supondría su relación más decisiva.
Antoine de Saint-Exupèry, perteneciente a una familia de la aristocracia gala, se encontraba en Buenos Aires como miembro de la compañía de correo aéreo Aeropostal. Estamos en septiembre de 1930, y les presenta el crítico literario y traductor Benjamin Crémieux. Antoine la invita a volar en su avión y en pleno vuelo sucede la siguiente escena: “Me puso las manos en las rodillas y me dijo, ofreciéndome la mejilla: —¿Quiere usted besarme? —Pero, señor de Saint-Exupéry, usted sabe que en mi país solo se besa a quien se ama, y cuando se le conoce muy bien. Soy viuda desde hace poco, ¿cómo quiere que lo bese? Se mordió los labios para reprimir una sonrisa. — O me besa o nos vamos al agua —dijo, y dirigió el morro del avión hacia el mar”. Tras un tira y afloja –Antoine le reprocha que no quiere besarle porque le ve demasiado feo-, Consuelo accede: “Vi lágrimas como perlas caer desde sus ojos hasta su corbata y mi corazón se derritió de ternura. Me incliné como pude hacia él y lo besé”.
La escena la cuenta la propia Consuelo en Memorias de la rosa. Las escribió en Nueva York, una vez desaparecido su esposo -su avión se perdió el 31 de julio de 1944, en una misión para recabar información sobre los movimientos del ejército nazi en el valle del Ródano-, pero no las publicó. A la muerte de Consuelo, en 1979, su heredero universal fue su secretario y hombre de confianza, el español José Martínez-Fructuoso. Según confesó él mismo, dudó si sacarlas a la luz, pero se las dio a Alain Vircondelet, estudioso y biógrafo de Saint- Exupéry. Finalmente se editaron en el 2000, centenario del nacimiento del escritor y aviador (Lyon, 1900-Mar Mediterráneo, 1944). Afortunadamente, Martínez-Fructuoso tomó la decisión correcta, al igual que lo ha hecho ahora la editorial Espinas que recupera con acierto la obra, en una nueva y excelente traducción y con prólogo de la actriz y activista del feminismo Pamela Palenciano.
La obra es un impactante testimonio en el que se relata la turbulenta, tortuosa y tormentosa historia de amor que Consuelo y Antoine protagonizaron a lo largo de más de un década, y que, de alguna manera, ya estaba prefigurada en ese significativo episodio del vuelo cuando se conocieron. Son años y años de encuentros y desencuentros y su relación va más allá de la de víctima y verdugo, lo que hace que la narración resulte mucho más compleja y valiosa. Consuelo es una mujer inteligente, se codea con figuras como Picasso, Dalí, Breton..., conoce muy bien a su marido, sabe de sus infidelidades, de su carácter inestable, de su explosiva mezcla de arrogancia y vulnerabilidad: “Era preciso ayudarle en sus esfuerzos, en sus luchas, en el penoso parto de sí mismo, de sus libros, en medio de todas las preocupaciones cotidianas que lo asediaban y en medio de todos los que no adivinaban aún que algo en su corazón había entrado en diálogo con Dios”. A lo largo del relato comprobamos que Consuelo es muy consciente de lo que ha sido su historia: “Así era nuestra vida, un perpetuo tira y afloja... De amor y de separaciones...”.
En buena medida, Antoine de Saint-Exupèry nos da su visión de la historia entre Consuelo y él de forma no directa, sino a través de la ficción de su obra más famosa e influyente, de esos personajes que crea, sobre todo el principito y la rosa. Esa relación entre el principito y la rosa no deja de ser enrevesada, difícil, perturbadora. En Memorias de la rosa, la flor toma la palabra sin la máscara de la ficción y vemos emerger la historia igualmente compleja en una pugna entre dos personalidades repletas de aristas –también la de Consuelo, si no sería de cartón piedra-, en las que la autora indaga.
Memorias de la rosa es imprescindible, pues arroja luz sobre El principito, sobre un escritor capital del siglo XX de la mano de alguien que fue quien mejor conoció a "Tonio".