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TRIBUNA

El indeciso voto ciudadano, entre el político y el científico

Antonio Robles Ortega
jueves 25 de mayo de 2023, 20:24h

Hace unos días planteaba a mis alumnos de Teoría Política una provocadora disertación, para su posterior debate, sobre el enigmático kerigma sansimoniano, tantas veces citado, a propósito del optimismo que despertaban en el siglo XIX, como venía ocurriendo desde finales del XVIII, la ciencia y sus aplicaciones industriales de cara al definitivo progreso de la humanidad. Superados los estados teológico y metafísico del pensamiento humano, que habrían sido como la infancia y adolescencia de nuestra especie, el método de la ciencia moderna nos llevaría a la definitiva madurez en todos los terrenos, incluido el espacio de la política, para resolver con utilidad y eficacia cualquier problema. “Sustituir el gobierno de los hombres por la administración de las cosas”. He ahí la propuesta del conde de Saint-Simon, formulada con entusiasmo y resonancias kerigmáticas, acorde con la ley de los tres estados en la evolución histórica de los seres humanos, proclamada y difundida por su secretario y fundador del positivismo Augusto Comte.

Este desplazamiento de los políticos profesionales por técnicos y expertos se correspondería con la madurez definitiva de la sociedad, dando lugar a gobiernos tecnocráticos, movidos exclusivamente por la eficacia, la utilidad y el interés común, antes que por ideologías y creencias, o por sistemas de pensamiento sin fundamento empírico verificable, sin leyes formulables matemáticamente, es decir, sin todo aquello que había sido característico de las anteriores etapas mitológicas y abstractas, basadas en imaginaciones y sentimientos, más propias de niños que de personas adultas. La madurez nos llevaría según el conde y su secretario a preferir la gestión eficaz antes que las ideologías, a prescindir de los sentimientos emergentes del profundo y temible inconsciente colectivo, de las fobias y filias no basadas en argumentos, en datos comprobables y útiles. La madurez de una sociedad lleva consigo la tecnocracia, la gestión eficaz como modo ideal de gobierno.

Pero “¿quién controlará a los tecnócratas, si no son los representantes de la voluntad popular, o sea, los políticos?”, objetaban algunos alumnos en nuestra acalorada discusión académica. Una sólida observación y bien fundamentado reparo, para evitar la dictadura de la tecnocracia. No obstante, “los cargos electos deberían acreditar al menos una formación adecuada para el puesto que van a ocupar”, argumentaban otros, pues hasta el ujier del Congreso de los Diputados tiene que superar una oposición para ejercer su función, mientras que al parlamentario no se le exige ninguna titulación académica, ni quien desempeña un alto cargo político debe acreditar preparación alguna para la posición que ocupa. De modo que, tras estas interesantes y animadas discusiones, conveníamos con cierto escepticismo en la conclusión a la que llegó en la Atenas clásica el viejo Platón, desencantado ya de su utopía del gobierno de los mejores y más virtuosos, al aceptar finalmente con resignación que los ciudadanos elijan a quienes gobiernan pero que los gobernantes vengan, al menos, convenientemente instruidos y con acreditada conducta ética y bonhomía. Que los gobernantes se acerquen a la filosofía, suplicaba el viejo maestro de Aristóteles, ya que nunca podrán gobernar los más sabios y honestos.

En plena campaña electoral para las municipales y autonómicas, me sorprendió gratamente, hace unos días, el debate que se estaba celebrando en la televisión local de nuestra vecina capital jiennense entre los dos principales candidatos en liza para presidir el consistorio. Por una parte, quien actualmente desempeña el cargo de alcalde, un militante curtido en la política como profesión desde muy joven. Aunque socialista marcado inevitablemente por el estigma sanchista, por la marca de un líder que traiciona su palabra sistemáticamente, la peor versión tal vez del príncipe maquiavélico, para quien todo estaría justificado con tal de mantenerse en el poder, Julio Millán sin embargo, a pesar del lastre de la marca Pedro Sánchez, acreditaba su formación universitaria y titulación en Derecho, su espíritu de servicio, sus buenos modales, excelentes propósitos e iniciativas para los jiennenses, sin caer en el patético ridículo de su líder de partido y presidente del gobierno, convertido durante la presente campaña electoral en vendedor de boletos de tómbola para que los jóvenes recorran gratis Europa, o sus abuelos vayan al cine los martes por la tarde, tras haber vendido en el circo de las promesas estériles el humo de centenares de miles de viviendas mágicas para ensoñadores ingenuos.

De otro lado, por jugar con la clásica contraposición weberiana entre el político y el científico, estaba enfrente el singular candidato que presentan los populares para sucederle como alcalde en la capital del Santo Reino, Agustín González Romo, doctorado y experto en derecho comunitario, funcionario por oposición del Cuerpo Superior de Técnicos de la Seguridad Social, con una mochila de experiencia de gestión que le catapulta como un tanque imparable. Desde director provincial de la Tesorería de la Seguridad Social, hasta director general de Consumo en la Junta de Andalucía, tras haber sido secretario general de Empleo. Coincidimos en 2018 en labores diplomáticas en la Embajada de España en Rabat, bajo la magistral jefatura del embajador Ricardo Díez-Hotchleitner de quien tanto aprendimos. Agustín González, como consejero de Trabajo y Migraciones. Mi propia persona, como consejero de Educación y Cultura. Ambos, defenestrados y cesados por el nuevo gobierno de Pedro Sánchez, sin respetar nuestro nombramiento como funcionarios, tras la moción de censura que llevó de aquella manera al poder al actual inquilino de la Moncloa. A mí me sustituyó por la exministra de Vivienda en el gobierno de Zapatero, María Antonia Trujillo. Tras la pandemia, la exministra de España pasaría a defender la marroquinidad de Ceuta y Melilla, como es bien sabido por todos los lectores, al tiempo que su jefe se marcaba la pirueta sahariana para estupor y sorpresa del auditorio en general .

Si Max Weber nos acercara hoy el prisma de su teoría de los tipos ideales, esquemas formales de comprensión de los procesos económicos, políticos y sociales, tal vez interpretara el debate televisivo que comentamos como contraposición entre el político y el científico, entre el profesional que vive de la política frente al experto, al gestor, que aprovecha su sabiduría y amplia experiencia para ponerla al servicio de la política durante unos años de su vida. Vivir de la política, o vivir para la política, he ahí la cuestión. Como en los tipos ideales de Weber, la realidad concreta, sin embargo, supera cualquier paradigma teórico que pretenda comprenderla en toda su complejidad. En nuestro caso, el político Julio Millán es, con toda probabilidad, algo más que un simple político que pretenda vivir de la política. El científico, Agustín González, por su parte es, con toda seguridad, mucho más que un gran experto en gestión pública.

El potente candidato popular, además de un gran gestor eficaz, creo que es sobre todo un humanista, en el sentido renacentista y platónico del término. Una personalidad integral, de múltiples facetas, deportista de largo recorrido a quien el decatlón le quedaría corto por la diversidad de especialidades que ha practicado y sigue practicando. Su modestia no le permite reconocerse como escritor, pero su perro Bruce le ha acompañado en interminables paseos dominicales por los rincones más pintorescos y los lugares más emblemáticos de la historia y el patrimonio cultural de Jaén, dando lugar a un precioso libro de relatos. Su contacto con el mundo de la emigración le llevó a conocer al protagonista de su primera novela, Valentín, para llevar a la literatura la interesantísima vida y peripecias de aquel niño que huyó de la crueldad de un padre borracho y maltratador, para convertirse en un trotamundos y llevar “Una vida en la maleta” hasta el final de sus días. Bonita narración que responde con precisión inequívoca al título de la apasionante “opera prima” de un gran escritor.

Un candidato a la alcaldía a quien, sin duda, preocupa más que el gobierno de los hombres la administración de las cosas, por volver al origen de nuestras sesudas disquisiciones académicas. Levantar la economía, fijar población, hacer accesible y conectar la ciudad tantas veces aislada y olvidada. Digitalizar y facilitar la gestión municipal a los ciudadanos. Sanear las maltrechas y endeudadas arcas del Ayuntamiento. Poner en el mapa del comercio y el turismo, de los grandes eventos, la capital del olivar. Pero un candidato que pronuncia discursos en verso, que cita a los clásicos, que escribe buena literatura, quiere también, y además de todo eso, aprovechar el potencial histórico, artístico y literario de Jaén y proponer rutas a locales y visitantes para que saboreen lo mejor de su patrimonio cultural. Entre el político y el científico, Agustín González tal vez representa un nuevo tipo singular que engloba ambas facetas, superándolas en ese humanismo integral que practica y le marca objetivos nuevos constantemente. La vieja consigna olímpica, “altius, citius, fortius”, creo que es la invisible antorcha que empuña este candidato experto y atleta de recorrido largo, con ilusión y pasión, para llevar a su querida Jaén a un lugar que la rescate de su abandono y olvido, a un desarrollo económico y humano más rápido y firme, a ser más fuerte y reconocida en el concierto de las ciudades importantes de nuestro país.

Antonio Robles Ortega

Exconsejero de Educación en la Embajada de España en Marruecos

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