Estaba el otro día escuchando la charla de una persona, que aparte de denominarme artista, me decía que para serlo es necesario colmarse de experiencias vitales, y que con estas, podría seguir rellenando columnas y hasta convirtiendo proyectos literarios en verdades de tapa dura. Por razones que desconozco, pero seguro tienen que ver con la edad que a estas alturas de la vida me mantiene menos erguido ante los riesgos, me veo esta semana en la obligación de escribir una columna con referencias al pasado. Concretamente al pasado reciente cuando era Chef Ejecutivo del hotel Hilton y residía en Cabo Verde. Pongamos que hace ya cuatro años de eso.
Estaba yo en mi oficina cuando por tercer día consecutivo la camarera jefa me rogaba que saliera fuera porque, la señora que exige comer plátanos está muy furiosa y dice que hoy no se va del bufet de desayunos sin hablar contigo. Debía estar alterado, que es como uno se enfrenta a su día a día en un hotel de cinco estrellas siendo jefe de departamento, repleto de pedidos, llamadas, emails, gritos, hornos recalentados, ayudantes que no vienen a trabajar y tampoco avisan, y toda esa parafernalia que convierte a la hostelería en pedanía de la dignidad. Pero bueno, me armé de valor y salí, nunca arrodillado, jamás genuflexo, como marcan las multinacionales ante la supuesta queja de un cliente que, para más inri, era una mujer.
Creo recordar que era sueca. Escandinava y europea, seguro. Pero bueno, que allí estaba, con otra pareja y los que parecían los padres de alguno de ellos. La persona que estaba a punto de dirigirse a mí debía tener mi edad por esas fechas, unos 45. Iba vestida con una túnica blanca, como de seda; debajo el biquini. Era alta, rubia y de ojos azules, con mucha clase en apariencia. El que debía ser su marido nos miraba sentado, degustando un cruasán. Y entonces, todo comenzó.
“¿Cómo puede ser que nos vengamos a Cabo Verde y llevemos tres días sin plátanos?”, me espetó. “¿Ha dado usted ya la clásica vuelta a la isla?”, le pregunté, sabiendo que ante la falta de ocio en la isla de Sal era lo habitual. “Sí”, me contestó; “¿Y ha visto usted algún árbol, frutal o no?”, añadí –la isla de Sal es, literalmente, como si con un serrucho alguien hubiera cortado un trozo de 220 kilómetros cuadrados del desierto del Sahara y lo hubiera clavado en el océano–. Antes de que me contestara –parecía que las palabras ya no le salían con tanta fluidez– le apunté otro dato: “Y sí, del archipiélago que compone este país existen algunas islas, más bien pocas, donde se cultivan papayas, mangos y plátanos, pero es que la cantidad que se produce es ínfima y no existe ninguna compañía, por costes o interés, que haya traído una sola vez a Sal fruta local para abastecer, siquiera por dos días consecutivos, a un hotel”, terminé por comentarle.
Normalmente, y como decía antes, el cliente al llevar siempre la razón uno debe, en vez de exponer con argumentos, callarse y achantar la cabeza. En el fondo estaba ayudando a mi empresa y, sobre todo, a esa señora, para que se le quitaran los pájaros de la cabeza. Para rematarla, porque aún balbuceaba, entré a matar: “Mire, no es por molestarla, pero en este bufet de frutas le voy a decir la procedencia de cada una: sandía y melón, que como usted bien sabrá no son tropicales, de España; piña, de Brasil; la papaya, y cuando hay plátano, también de España, concretamente de Gran Canaria. Que hasta los tomates asados son murcianos. Y por no dejarla triste, reconocer que tanto el atún como las langostas sí son locales. Al menos”.
En Occidente existe un drama asistido en donde uno quiere ser caboverdiano, parecerlo, comer lo que comen sus gentes, peinarse con trenzas como ellos, vestir con camisetas con la bandera del país y todo lo que sea menester, si se cree estar haciendo un bien al país que en realidad es a uno mismo; pero en lo esencial, que es dónde te dejas la pasta durmiendo, comiendo y duchándote, en sí el grueso de la inversión, la gente no negocia: yo para veranear en África me voy a un Hilton, con sus estándares internacionales, para nada africanos.
A través de las redes sociales de la inmensa mayoría de los turistas es imposible saber si éste turistea en Nueva York, París, Cáceres o Bratislava, sobre todo porque no suelen salir del hotel, convertido en la excusa perfecta para decir que has estado en el culo del mundo. Y luego que si no hay plátanos.