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Los Borgia, los Medici, los Ratzinger

José María Herrera
sábado 08 de noviembre de 2008, 17:58h
A mí este Papa me parece bien. Lo encuentro sabio y razonable. Verdad que esto es una impresión particular, no un argumento a su favor. Desde que el sentido común y la lógica cayeron en desgracia, cuesta saber si lo que uno llama cordura y buen juicio no serán locura y desatino para el prójimo.

Que Benedicto XVI tiene las ideas claras lo prueba su falta de complejos. Sólo alguien que desdeñe los prejuicios sentimentales de todos esos sanmartines repartidores de capas que pueblan hoy el mundo se atreve a hacer lo que él acaba de hacer: regalar a su hermano, protonotario apostólico y ex director del coro de la catedral de Ratisbona, un concierto en la Capilla Sixtina por su ochenta y cinco aniversario.

Los católicos alemanes han puesto el grito en el cielo. El lansquenete que llevan dentro se retuerce de horror al oír hablar de diezmos eclesiásticos y pompas vaticanas, y aunque el gasto previsto no exceda el presupuesto de cualquier municipio que contrata a Chenoa para la feria, se diría, por su reacción, que el Pontífice se dispone a consumir los tesoros de Creso y Tamerlano. ¿Volveremos a los babilónicos derroteros de antaño?, ¿reaparecerán los Borgia y los Medici?

Yo estoy encantado con la noticia. Más aún, propongo una restauración del viejo fasto romano. No digo llegar el extremo de poner a Ratzinger en el compromiso de tener que dictar edictos prohibiendo el estreno de óperas en los palacios cardenalicios, pero sí, al menos, empezar a acabar ya de una vez por todas con esa cosa monjil de la guitarrilla y el mandamiento nuevo. Curas obreros, teólogos de la liberación y otros parroquianos quizá reconforten su espíritu con un vaso de agua, pero: ¿y los amantes del vino viejo?, ¿es preciso martirizarlos por los siglos de los siglos?

La Iglesia siempre hizo esfuerzos por acomodarse a lo que hay, incluso cuando lo que había era crueldad y bárbaras instituciones, pero nunca erró tanto como cuando sus ansias de purificación la llevaron a menospreciar la belleza y dar la espalda al gran arte que durante siglos le había servido como instrumento de espiritualización. El afán por convertir la Nueva Jerusalén en algo parecido a la utopía que encandilaba a Europa después de la guerra mundial le hizo olvidarse completamente de sus tradiciones. Kant, para quien la experiencia de lo bello revela que estamos hechos para este mundo, se ha terminado saliendo con la suya. La propia Iglesia se asustó tanto con esa posibilidad que le dio la razón. Lástima porque estaba equivocado.

El problema de fondo no es que la Iglesia deba predicar con el ejemplo, sino que se crea que lo que debe predicar las veinticuatro horas del día y las veinticuatro de la noche es la pobreza y el servicio a los pobres. Reducir el cristianismo al ejercicio de la caridad constituye un empobrecimiento. Verdad que los evangelios dejan en mal lugar al rico Epulón y que resulta más fácil que un camello entre por el ojo de una aguja que no un millonario en el cielo, pero las parábolas deben leerse alegóricamente siempre y no sólo cuando tropiezan con las creencias hegemónicas. ¿Por qué cuando el evangelio habla de menesterosidad, el sentido prioritario es el económico?, ¿acaso la pesada carga que grava la existencia humana, concebida al modo cristiano, no es lo suficientemente grande como para que todos, ricos incluidos, necesiten del espíritu?

¿El espíritu? ¿Se refiere usted a las débiles curiosidades que picotean la corteza cerebral de los hombres? Yo no, por supuesto que no, pero: ¿y usted, lector?, porque la mayoría de la gente piensa así, incluidos los cristianos, muchos de los cuales obran como si lo más profundo del hombre fueran sus bolsillos. Por suerte, Benedicto XVI no es uno de ellos. Es un Papa al que le importa más la salvación de las almas que el bienestar de los pobres. Esto resulta muy tranquilizador. Al menos queda una persona en el mundo que no siente como una terrible indecencia llevar una capa de lana mientras el lobo está desnudo y hambriento.
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