Para su segunda novela, A day in the life, el bilbaíno Pedro Learreta, elige como protagonista a Tara Browne, el más joven heredero del imperio Guinness, un aristócrata irlandés inquieto pero sin ningún talento musical, literario o pictórico. Al modo del guionista de segunda fila encarnado por William Holden en El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, USA·1950), Tara Browne narra, ya muerto –tras un accidente de coche sufrido el 19 de diciembre de 1966–, lo que fue su breve y caótica vida. Estas «memorias de fantasma», de ultratumba podríamos decir si recordamos a Chateaubriand, vienen redactadas alternando lo autobiográfico con testimonios (en primera y tercera persona) de quienes trataron más de cerca a la víctima.
Ese «a lucky man who made the grade» de la canción «A day in the life» (que cierra el álbum Sgt. Pepper's Lonely Hearts Club Band, grabado por los Beatles en mayo de 1967) es Tara Browne. Desde el más allá está muy orgulloso de aparecer en la –para él– mejor composición del grupo. A sí mismo se describe como hombre inteligente y leído aunque, reconoce, obsesionado por ser admirado. A los 21 años Tara ha visitado tres continentes; su lista de conquistas femeninas, bellas y fogosas siempre, era inagotable; y había conocido a artistas, poetas y músicos. Drogas, todas. Pero sus asuntos personales y financieros iban fatal. Ególatra y narcisista, esta frase compendia su autorretrato: «No hay sitio en mi vida para nada que no sea yo mismo».
«A Tara Browne le horrorizaba la decadencia, sentía pánico. Quizás por eso se fue antes de tiempo, para ahorrarse las escenas sórdidas de los yonkis, la fotografía de Syd Barret y otros como él delirando, envejeciendo, gordos y calvos, mal vestidos, sin un ápice de glamur visible».
Los capítulos contados por Tara insisten en el prurito de dejarnos un retrato fiel, en cómo deseó ser ese dandi a la busca de lo bello y exclusivo acudiendo a clubes y tiendas de ropa, con trajes de seda, camisas doradas y corbatas estampadas, con el peinado perfecto, un cuerpo esquelético atiborrado por anfetaminas…, y con su sonrisa «invadiendo por completo el espacio de alrededor». Su diletante vida se sustentaba en el dinero enviado por la madre. Nueve meses en París lo han convertido en ese moderno petimetre que retorna al Reino Unido. Allí embaraza a su novia Nicky y se casa con ella.
La música de los Beatles impulsa a Tara Browne «hacia algo distinto, algo mejor»: su energía, emoción y abandono de la realidad cimientan el deseo de «ser un ídolo capaz de suscitar pasiones descontroladas a mi alrededor». En conversaciones con el bajista y compositor Paul McCartney sobre música y arte moderno, ambos beben y fuman marihuana en The Scotch of Saint James, la histórica discoteca de Mayfair. McCartney tiene su primer viaje con ácido gracias a Tara. El trato de este con John Lennon es más esporádico, pero el músico le promete que si él fallece antes le escribirá una hermosa canción, una obra maestra. Y Lennon cumplió.
«Solo tras consumir ácido es cuando uno se percata de sus propios fundamentos: de dónde procede y quién es, hacia dónde se dirige, cuál es su destino inexorable».
Lo que sus seres más queridos cuentan inciden, rara vez desde la confrontación, menos desde la refutación, en aquello ya sabido –por él mismo– de Tara Browne.
Su mujer –Nicky– aparece quejosa por depender de un tipo sin escrúpulos que estafa a sus conocidos para gastarse el dinero obtenido en droga (y no en la boutique de ropa que pensaba ponerle). De un ego y narcisismo sobredimensionados, para Nicky Tara deseaba elevarse a los cielos de la cultura pop: si era necesario tendría que morir joven y bello. Fue mal marido y peor padre. Drogas, ausencias, y problemas económicos precipitaron la crisis en aquel matrimonio. A finales del verano de 1966 Nicky pidió a Tara Browne que se marchara de casa. Feliz por poder dedicarse a un transexual de sexualidad voraz que ha conocido en Ibiza, él aceptó sin rechistar.
Su última novia –Suki Poitier–, la superviviente del accidente de coche que acabó con Tara, llegó a Londres a los 19 años. Al conocer al noble descubrió que quererlo era su misión en esta vida. En casa de Brian Jones Suki se cruzó con Tara, muy puesto de ácido. Él le avisó: «La nube del suelo no la puedes recoger, porque la llevo conmigo a todas partes».
Los hijos de Tara –Dorian y Julian– son ricos, pero arrastran la pesada sombra del padre. En 1975 la estrella del British Pop Art, Peter Blake, cuenta a Dorian y Julian lo encantador y educado que fue. Otro amigo, menos lisonjero, desenmascara oscuros episodios en la biografía de Tara en la que abundan prostitutas, traficantes del East End y hasta contactos con una banda de asesinos. Doran y Julian encuentran a Paul McCartney y este les reconforta con lo «inteligente, divertido, elegante y generoso» que era su progenitor.
«Nuestro difunto padre, un ser constreñido a unas pocas fotografías, casi todas publicadas en libros y revistas de moda, y a algunos objetos de dudoso valor, piezas sueltas de ropa, cuadros y discos».
El interrogatorio del comisario Lynn a la madre de Tara Brown –Oonagh Guinness– vertebra otra importante fuente de datos. De ella se sirve Learreta para desplegar el abanico de circunstancias que llevaron a Tara a estrellar su Lotus Elan contra una furgoneta. Descartada la idea del suicidio, Lynn investiga si la muerte estuvo relacionada con las drogas. Para la madre Tara fue un joven que derrochaba dinero en pasárselo bien; a ello colaboraba su esposa Nicky, bebedora, gastadora compulsiva (con cuenta en Harrods) y a quien Oonagh nunca tragó. Suki Poitier era poco más que una rubia de barrio con cara bonita empeñada en medrar a costa de él. La mujer asume ante el policía que Tara nunca atendió sus reconvenciones de católica vieja cuando la visitaba en Irlanda: pronto volvía a Londres para continuar la juerga. Pero la animadversión hacia sus novias es poca comparada con la dirigida a su amigo Brian Jones. Tras una estancia en su mansión irlandesa, el músico de los Rolling Stones queda por ella etiquetado como «narcisista malcriado, consumidor de drogas y potencial drogadicto». Dado el gusto de su hijo pequeño para la ropa, la boutique pareció una buena idea a la madre. Pero los fondos familiares del legado Guinness se revelaron insuficientes para afrontar el negocio; solo cubrían los gastos de la vida de Tara y Nicky, la educación de Dorian y Julian, el servicio doméstico y la reforma de su lujosa casa en Eaton Row.
La figura del stone Brian Jones gravita sobre Tara. Jones, que dominaba cualquier instrumento y conocía las esencias del blues y del jazz, fue su puerta de entrada en el mundo del rock. Compañero de juergas y orgías, Tara reconoce cómo, de habérselo pedido, se hubiera acostado con Brian. Para Nicky, que sí lo hizo en dos nada memorables ocasiones, fue un indeseable y un memo. Un horror de persona.
«Hay quien afirma que Brian Jones constituye la encarnación del Swinging London, su epítome perfecto, la quintaesencia de un estilo de vida».
La eclosión de la moda británica ilustra el mito del Swinging London tanto como la música. El vestuario era imprescindible para estar en la élite. En Dandie Fashions (ubicada en King’s Road) Tara Browne vendería ropa de alta calidad bajo la rúbrica de audaces diseñadores. Brian Jones le había prometido vestirse solamente allí y ello fue el impulso principal para idear la tienda. Pero la rehabilitación del local y su decoración elevan los costes hasta límites inimaginables. Tara, que aspiraba a una porción del patrimonio Guinness que no acababa de llegar a sus bolsillos, vio cómo su iliquidez lo obligaba a recurrir a préstamos concedidos por acreedores inclementes. Ansiosos e impacientes, poco profesionales, los propios socios de Browne impiden la inauguración.
Esta frase de su hijo Dorian resume bien a Tara Browne:
«Un caballero de otra época que el guionista del Swinging London había decidido colocar en aquel tiempo y lugar gobernados por la genialidad, pero también por la locura».
En una decisión no exenta de riesgo, el autor de Slavery Records opta por regalar el protagonismo de su nueva novela a un joven, muerto a los 21 años.
Sin espacio propio en alguna de las actividades artísticas que sacudieron al Londres sesentero con tanto brío como vitalismo creativo, Tara Brown –desde la irrelevancia histórica– podrá caer más o menos bien (que caiga fatal, suponemos, también habrá sido previsto por Pedro Learreta). Pero ningún lector dejará de reconocer cómo, gracias a este ególatra empapado en LSD y necesitado de permanente compañía (un auténtico «hombre de la multitud» del siglo XX), las luces y sombras del Swinging London han quedado bien trazadas.
La caleidoscópica narración que es A day in the life, compleja en puntos de vista y saltos temporales, supone un ambicioso paso para la carrera literaria de Pedro Learreta. Una carrera que se vislumbra tan original como fecunda.