Variaciones sobre un tema de ayer
sábado 27 de diciembre de 2008, 15:06h
Cuenta Brodsky que su padre, apartado del servicio como oficial de marina por ser judío, tuvo que ganarse la vida escribiendo artículos en cierto periódico de tirada tan corta que ni siquiera creía necesario molestarse en redactar un comienzo diferente para cada uno de ellos. Todos arrancaban así: “Nubarrones cargados de tormenta se ciernen sobre el Báltico ...”
Casos similares a este probablemente ha habido muchos desde que apareció el periodismo, allá por el siglo XVI, con los fogliottanti de Roma y Venecia. Yo mismo he seguido durante años la evolución de un articulista de pueblo que, cualquiera que fuese el tema tratado, lograba arreglárselas para referirse a los zurullos caninos que llenan las aceras de las ciudades. ¿Cómo es posible que esto ocurra?, ¿acaso los lectores no leen?
El escritor trabaja solo y rara vez sabe a qué atenerse –ni siquiera en un diario de formato digital llega uno a enterarse de algo tan básico como el número de sus lectores-, pero de ahí a conducirse como si no existieran hay un salto muy grande. Digo esto con la mejor intención, seguro de que no tomarán a mal que me sume hoy, festividad de los inocentes, al padre del poeta y al poeta de los zurullos para proseguir con un asunto del que me he ocupado ya en dos ocasiones, la última hace quince días: la charlatanería.
Mi tesis, ratificada por los últimos escándalos financieros, es que los charlatanes existen y que están en todas partes, incluida quizá esta página. Su negocio no será ya la venta de pócimas milagrosas, pero tampoco sus clientes son precisamente los paisanos de ayer, sino toda clase de gente, gente instruida y cosmopolita, incluso linces de las finanzas, antaño arquetipos de penetración y clarividencia.
La falsedad crece como un pólipo cancerígeno y sus ramificaciones llegan a los lugares más recónditos, pero es especialmente sangrante en el mundo de la ciencia, de la que depende hoy en buena medida nuestra comprensión de las cosas. No es una manía personal. Son muchos los que lo denuncian. Recientemente se ha publicado un estudio en el que se asegura que por lo menos una décima parte de los artículos publicados en la prestigiosa revista Nature, sacrosanto templo de la verdad, son erróneos o fraudulentos. La cosa resulta inquietante, mas no porque ocurra, sino porque, pese a la evidencia, son cada vez más los que se resisten a reconocerla. ¿Error?, ¿fraude?, ¿en la ciencia?, ¡no puede ser!
Casos como el de Athanasius Kircher – brillante lingüista y celebrado traductor de los jeroglíficos del obelisco egipcio de Roma hasta que dos siglos después la Piedra de Rosetta probó que había engañado a todo el mundo- son, por lo visto, imposibles en nuestra época. La ciencia, emulando a las religiones, parece deslizarse peligrosamente por la pendiente del dogma, aunque quizá no empujada por su propio impulso, sino por el de todo cuanto prospera a su alrededor, en particular el Estado, siempre interesado en disponer de credos a su medida.
Piénsese en el circo que se monta cada vez que se barrunta la posibilidad de un hallazgo. Por motivos relacionados con la financiación, los investigadores parecen haber perdido la costumbre de concluir sus estudios antes de airear los resultados. En cuanto asoma una solución se apresuran a divulgarla. No es extraño que algunos confiesen que el auténtico éxito de un proyecto de investigación es conseguir que alguna institución lo subvencione. La probidad científica se resiente con estas prácticas, pero, como declaran cínicamente algunos, “en beneficio del espíritu democrático”. ¿No sería peor proceder de acuerdo con la sugerencia de Bacon de usar lenguajes cifrados para la comunicación entre sabios? La precipitación con que se anuncian los más formidables descubrimientos quizá haga albergar falsas esperanzas a la población, pero a cambio de correr ese riesgo el saber llega de inmediato a los ciudadanos, permitiéndoles entender las cuestiones más inextricables y, lo que es mejor, defenderse de la tradición, fuente inagotable de errores.
El fenómeno es desagradable, y lo es más porque el conocimiento científico está siendo usufructuado por una legión de charlatanes ligados estrechamente a la industria, el estado y la banca, a los que les interesa sobremanera convencernos de que el hombre es un animal como otro cualquiera. De la misma forma que los héroes homéricos creían ser empujados en sus acciones por deidades de las que dependía asimismo su éxito y su fracaso, nosotros estamos cada vez más seguros de depender de códigos hereditarios a los que, vaya por Dios, sólo tienen acceso los mismos que pretenden administrarlos. ¿Casualidad?
Uno comprende que los poetas creyeran en las Musas porque los mejores versos nunca fueron producto de la voluntad. Pero: ¿y los mercachifles de la ciencia, esa corte de los milagros, por qué tienen tanto afán en destruir cualquier viso de decisión y libre albedrío?