Excesos dramáticos
sábado 03 de enero de 2009, 19:04h
Días atrás, en el Burgtheater de Viena, durante la representación de María Estuardo, obra de Schiller, el actor que encarnaba a Mortimer, quizá con la pretensión de dar mayor verosimilitud a la escena en la que éste se suicida cortándose el cuello, utilizó un cuchillo de verdad, cayendo al suelo bañado en su propia sangre. El público aplaudió con entusiasmo convencido de estar asistiendo a una actuación magistral, pero Daniel Hoevels, el actor, se salvó de milagro, pues a punto estuvo de seccionarse la arteria carótida.
El fenómeno del actor que no actúa, sino que fagocita un papel, no es algo nuevo. Tal vez ustedes recuerden la anécdota, al parecer espuria, que ocurrió durante el rodaje de Marathon Man. Dustin Hoffman, uno de los protagonistas del film, preparaba su papel tan a conciencia que si su personaje no había dormido en toda la noche, tampoco él lo hacía, y si estaba cansado de correr, corría como un chiflado antes de comenzar la escena. Fruto de aquella actividad frenética era un cansancio y un mal aspecto terribles. Cierto día, Laurence Olivier, su compañero de reparto, le dijo algo así: “Pero joven, ¿por qué no prueba usted a actuar?”
En realidad, no hay motivo para desaprobar los esfuerzos del actor que se toma tan a pecho su profesión como para ponerse siempre que puede en el pellejo del personaje que representa. Digo siempre que puede porque no quiero ni imaginar cuál sería el destino de la humanidad si todos los que tienen que representar ahora el papel de asesinos practicaran el brutal oficio antes de salir a escena. Mucho menos razonable parece, en cambio, engordar o adelgazar ostentosamente por exigencias del guión o someterse a intervenciones quirúrgicas ad hoc, costumbres que se han puesto de moda y que algunos aficionados celebran como si de una genialidad se tratara. Una buena caracterización ayuda al fin de la tarea dramática, pero existe una gran diferencia entre maquillarse, vestirse o desnudarse y someter el cuerpo a metamorfosis que lindan con la demencia.
Se busca el verismo. En el cine, en el teatro, en la ópera. Tosca y Turandot ya no pueden ser dos gordas tremendas. La cosa es sensata siempre que después se actúe y cante como dios manda, porque si no el verismo no vale de nada. Tan increíble es que el actor que hace de Aquiles sea bajito y luzca tripilla, como que sea un adonis y aparezca en escena ataviado con un sujetador y unas mallas o cualquier otra extravagancia de esas a las que nos tienen acostumbrados los directores de escena. En casos como estos, muy frecuentes desde que el mal gusto comenzó a dictar las reglas del buen gusto, ocurre lo mismo que con lo de la versión original. Hay que oír al actor en su lengua, dicen, aunque hable en birmano. El doblaje constituye una atrocidad artística. Sin embargo, los mismos que proclaman estos bellos principios, no tienen el menor reparo en despedazar el dies irae de cualquier réquiem para rellenar musicalmente la escena en la que el villano se detiene, por ejemplo, a comprar unos cigarrillos.
Resulta hermoso, y emocionante, que un espectáculo nos sobrecoja de manera que creamos estar presenciando una historia de verdad. El ideal sería que llegara a pasar aquello que contaba Kierkegaard del actor que gritó ¡fuego! en medio de la representación sin ser creído por el público, tan absorto en la comedia que pensó que el grito formaba parte de ella y, en vez de huir, rió a carcajadas, pereciendo bajo las llamas. Claro que esto nunca ha dependido de cosas como las anteriores, al menos hasta nuestra época, una época en la que un género cinematográfico tan poco sofisticado como la pornografía ha conseguido lo que ningún otro antes: que la gente crea las películas hasta el punto de sentirse un bicho raro y hasta un enfermo si no se es un atleta sexual o una modalidad hipertrofiada de la zoología.
Hay una diferencia no demasiado sutil, aunque sí muy clara y, a efectos espirituales, muy sintomática, entre lo dramático y lo circense, entendido esto en la peor y más primitiva acepción del término, una diferencia aplicable a todo género de arte, pero particularmente al teatro y al cine: la que existe entre pagar por ver morir a Mortimer después de que sepa que el atentado contra la reina Isabel ha salido mal y pagar por ver morir a Daniel Hoevels en el momento en que recrea dicha escena. Es una diferencia muy clara, sin duda, pero a veces tiene uno la impresión de que estuviera empezando a borrarse.