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Música para un hombre inexistente

José María Herrera
sábado 21 de marzo de 2009, 12:57h
John Cage fue uno de los compositores más controvertidos del pasado siglo. El hecho de que no disfrute de gran popularidad fuera de los cenáculos vanguardistas se debe a una característica fundamental de su música: la de ser prácticamente inaudible. En algunos casos por no contener ningún sonido, en otros por contener demasiados, lo cierto es que son muy pocos los mortales capaces de seguirla y rarísimos los voluntarios. Esta dificultad no ha impedido que se forme a su alrededor una corte de admiradores impresionados por el alcance teórico de sus creaciones, sin duda revolucionarias. Si no estuviéramos acostumbrados a un género de arte que excluye por definición cualquier forma de normalidad –desde luego no es lo artístico lo único que se ha convertido en elemento marginal de la obra de arte, de acuerdo con el diagnostico de Walter Benjamin-, diríamos que se trata de la producción de un desequilibrado, mas como este es un concepto vinculado a una realidad histórica determinada y la nuestra es precisamente la que es, nos ahorraremos el juicio.

En 1985, John Cage compuso la obra titulada “As slow as possible”. En su primera interpretación, la pieza duró diez minutos. Un año después, el músico la rehizo para órgano y entonces duró veinte. A su muerte, en 1992, sus incondicionales quisieron homenajearlo y pensaron en prolongar la obra todo lo que fuera posible. ¿Cuánto más? Exactamente el tiempo que pudiera durar el instrumento en el que tenía que ser ejecutada. A ese fin, adquirieron un vetusto órgano del siglo XIV, compraron una iglesia perdida de Alemania e instalaron un sistema de pesas gracias al cual interpretar la partitura todo lo despacio que el título demanda. El concierto, que comenzó en 2001 con un breve silencio de dos años, concluirá, si nada lo evita, en el año 2639. Hasta el día de hoy han sonado únicamente un par de acordes. El próximo lo hará en 2013 y acaban de salir a la venta las localidades que permitirán asistir al acontecimiento.

La peculiaridad de esta obra, en la versión reverencial de los discípulos de Cage, es que no va dirigida a ningún oyente humano. Habría que extender increíblemente nuestras existencias para que fuera posible escucharla entera. Dada la lentitud con que es interpretada, lo más a que podemos aspirar es a formarnos una idea semejante a la que tendría de una sinfonía alguien que se asomara durante una milésima de segundo a la sala donde se está ejecutando. Nuestras vidas transcurren demasiado deprisa para esta música. No podemos oírla, sólo pensarla.

Hasta el más reaccionario, título que muy bien podría asignárseme a mí mismo, comprende que el imperativo supremo para un artista es no hacer lo que ya ha sido hecho. Obedecer este imperativo no garantiza, sin embargo, el acierto. Entre las cosas no hechas debe haber también innumerables que han de resultar por fuerza disparatadas. ¿Será la parsimoniosa interpretación de la obra de Cage una de ellas?, ¿tiene sentido una música compuesta para ningún oyente?,

Durante seiscientos treinta y tantos años los lentos acordes de “as slow as possible” llenaran la pequeña nave de una iglesia perdida de Alemania. A no ser Dios, con quien parece que hemos intercambiado los papeles, nadie escuchará de principio a fin la pieza. Los promotores del concierto parecen tener muy claro, sin embargo, que lo primordial aquí no es la música, sino la letra. ¿Qué letra?

La lentitud opresiva de los acordes de Cage podría muy bien constituir una metáfora de la lentitud aún más opresiva del Universo cuando se adopta para comprender la esencia humana una perspectiva que no es la de la vida, sino la del cálculo. Esta es precisamente una de las características del saber de nuestra época. Se supone que un marco de millones de años puede servir para encuadrar la existencia de una criatura que no dura cien.

El resultado de tal operación, basada en una confianza excesiva en el poder de la ciencia, es el mismo que consiguen los adeptos de Cage ralentizando demencialmente su música. Esta desaparece como tal al rebasar los límites humanos, aunque si renunciamos a la inmediatez de los sentidos y adoptamos como referencia un oído que no es el nuestro, reaparece de pronto transmutada en sabiduría. ¿Sabiduría? Lástima que no haya filósofos que planteen qué es realidad y qué apariencia o fantasía.
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