Las buenas maneras
sábado 28 de marzo de 2009, 16:42h
Aunque las generalizaciones, entre las cuales se incluye esta frase, suelen ser casi siempre desatinadas, hay que reconocer que a menudo constituyen el único medio de decir lo que se quiere decir. Cabe, por supuesto, la opción de callarse y esperar a perfilar mejor las ideas, pero se trata de una alternativa incompatible con el opinar periodístico, uncido como una bestia a la noticia. Si no fuera por esto quizá no me vería yo ahora forzado a proclamar que los españoles nos hemos vuelto muy torpes en sociedad. No digo que seamos gente desabrida, sino que nos falta finura para convivir, algo que, por suerte, solemos suplir con cierta espontánea llaneza gracias a la cual mantenemos todavía la consideración de pueblo civilizado y hasta simpático. Lo dijo hace muchos años Baroja: el español es buena persona, pero mal ciudadano.
La gente muy viajera suele coincidir con ese diagnóstico. En España las buenas maneras escasean tanto como los libros sobre gustos. No es sólo que no las practiquemos, sino que nos burlamos además de quienes lo hacen. Y no me refiero a costumbres anacrónicas, como besar la mano de la dama o llamar excelencia al corrompido alcalde, sino a otras de andar por casa, más cotidianas y elementales. El tuteo, por ejemplo, está tan extendido que hasta los nombres propios se escriben en minúscula. De la protocolaria rigidez del siglo de oro a los malos modos de hoy media algo más que cuatro siglos: un abismo.
El descrédito en que han caído los rituales de todo tipo –fenómeno que probablemente habría que vincular a la pérdida de influencia de la religión- no debería impedirnos comprender su importancia. La simplificación de las costumbres está muy bien mientras no lleve a la simpleza. Entre Versalles y la barbarie hay algunos grados intermedios que haríamos bien en conocer y practicar. La idea, auspiciada por nuestras leyes educativas, de que educar en valores hace más por la buena convivencia que la mera cortesía constituye un error lamentable. Y es que, salvo los pedagogos, esa plaga, nadie ignora que las cosas fundamentales no se adquieren de la misma manera que las reglas de la trigonometría.
Es curioso que la misma gente que celebra el relajamiento de los usos se sorprenda ahora de que tantos recurran a respuestas brutales para dirimir sus conflictos. Las personas corteses –Chaplin me perdone- no suelen lanzar a sus esposas por el balcón. ¿Acaso se cree que el Estado puede suplir con su fuerza la educación que el ciudadano no tiene? Cortesía y urbanidad no son hábitos vacíos, tienen un sentido, y cuando se los destruye lo que se destruye es precisamente el sentido que tienen. Nadie en su sano juicio puede creer que la camaradería y la amistad entre los hombres se haya acrecentado por obra del tuteo o que la igualdad entre profesor y alumno haya mejorado la atmósfera escolar. Por supuesto que existen personas nobilísimas que no necesitan ninguna norma para obrar de la mejor manera posible, pero la sociedad no se formó pensando en los buenos vecinos, sino en los malos..
El tacto y los buenos modales eran antaño cualidades inherentes a las altas magistraturas del estado, especialmente las diplomáticas. Como agentes de un país, embajadores y cónsules estaban obligados a cumplir con todas las formalidades. Hasta para declarar la guerra había que seguir el protocolo. La precipitación causaba muy mala impresión en los círculos internacionales. Y es lógico, pues nadie puede fiarse de quien carece de la capacidad de fingir.
En España, influidos por una filosofía de extrarradio que menosprecia el valor de las conveniencias, se ha extendido la costumbre de comportarse como salvajes que no se sonrojan por nada. Un estilo neciamente moderno, enajenado y falto de conciencia, conduce tanto en la vida de los particulares como en las acciones de los gobernantes a la unilateralidad y la falta de tacto. El desplante y la desconsideración se han vuelto consuetudinarios. Sentarse al paso de una bandera aliada o romper un acuerdo por las bravas son salidas de tono de gente que presupone que el mundo tiene las dimensiones de su boina. Se hace urgente una resurrección de los viejos manuales de urbanidad. Todos estaríamos más tranquilos si al menos nuestros ministros cumplieran aquel discreto precepto que mandaba: “ante personas principales, no tocarse los genitales”.