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Ferocia

Arturo Romo Gutiérrez
lunes 19 de octubre de 2009, 20:49h
Narro Robles –rector de la Universidad Nacional- aludía a la grave situación de México; hablaba de un país a la deriva y una población desconcertada; reprobaba el “majestuoso dogmatismo del grupo en el poder en torno de un modelo desvencijado y contraproducente”; criticaba la recurrente insensibilidad de la autoridad ante las carencias de las mayorías; alertaba contra un probable “estallido social”; acotaba que “México es como una pradera seca a punto de incendiarse”; y apremiaba a debatir sobre las prioridades del país y las mejores vías para atenderlas.

Recordé a Chomsky: estados fallidos son “aquellos que carecen de capacidad para proteger a sus ciudadanos de la violencia, se consideran más allá del alcance del derecho y padecen un grave déficit democrático que priva a sus instituciones de auténtica sustancia.” Recurrí a otras fuentes: estados fallidos son los que reportan éxodo crónico de la población, altos índices de desigualdad, declinación económica severa, pérdida de legitimidad del gobierno, deterioro de los servicios públicos, extensas violaciones a los derechos humanos, aparato de seguridad independiente del poder público, preeminencia de élites sobre el Estado e intervención de actores políticos externos.

Pensé que ambas definiciones quedaban como traje a la medida a nuestra desgraciada realidad. Sin embargo, apenas asomó la reflexión, rectifiqué. La realidad es la descrita, más no el Estado el que ha fallado, sino el gobierno que administra los asuntos públicos.

Concluí que allí radica la paradoja que ensombrece la realidad de la nación y de la cual derivan casi todas sus actuales desventuras: maltrecho, debilitado, muchas de sus fortalezas desmanteladas por infidentes y traidores, el Estado de origen revolucionario está vivo, pero la realización de sus fines esenciales hoy depende de un gobierno declaradamente reaccionario, cuyos objetivos apuntan en una dirección contraria, y , a causa de esa situación contradictoria, México está atrapado por el caos y la confusión, urgido de soluciones salvadoras.

Se encuentra en punto muerto o, mejor dicho, en punto de equilibrio, pues si bien los poderes que gobiernan no han podido apropiarse por completo de los enclaves estratégicos determinantes de los destinos nacionales, tampoco las fuerzas populares han sido capaces de evitar la desnaturalización de la vía mexicana al desarrollo. Por esa principalísima razón, la transición hacia una democracia cabal: política, económica, social y cultural, no ha acabado de alumbrar y retrocede por momentos, como ocurrió en los años de 1988 y 2006.

Los actuales son tiempos de concentración histórica, diría Marx. “Lo malo viejo no acaba de morir y lo bueno nuevo no acaba de nacer”, abundaría Reyes Heroles. En éste, el momento más peligroso de la transición, todo puede suceder.

Para desgracia de los mexicanos, el gobierno no da pié con bola. Cual hiciera un estratega obnubilado, ha abierto casi todos los frentes de combate, el último contra los escuadrones del sindicalismo más consciente y combativo del país, que ya se aprestan a aportar su cuota de beligerancia a la convulsa situación política y social. Millones de inconformes con la apremiante situación en que se encuentran se sentirán tentados a ir con ellos.

Frente a la disyuntiva: diálogo o negación de la política, Felipe Calderón apuesta a la “ferocia”, de la cual advertía Maquiavelo. Recurre a la fuerza pura, síntoma inequívoco de su debilidad, acaso indiferente a lo que aquélla traerá consigo. Olvida las lecciones de la historia. Despierta al mexicano “bronco” que todos traemos dentro.

Urgen nuevos paradigmas, diferentes estrategias, miradas de horizonte, sincero patriotismo.
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