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En un rincón de Europa

Rafael Núñez Florencio
jueves 04 de marzo de 2010, 19:44h
Hace unas semanas se celebraron en varios lugares europeos una serie de actos en recuerdo de la liberación de Auschwitz. Tomo por ejemplo la referencia del diario ABC (28 de enero de 2010): “Medio mundo conmemoró ayer, con el horror en el recuerdo, el 65 aniversario de la liberación del campo de concentración de Auschwitz-Birkenau”. A continuación informaba el diario de la celebración del Memorial, en el mismo campo, con una gran foto de los participantes bajo el ominoso letrero -otra vez de actualidad, por su reciente robo- de “Arbeit macht frei”. Allí estaban, por supuesto, autoridades israelíes, polacas y alemanas, pero la misma información daba cuenta después de las solemnes declaraciones de otros mandatarios, como los presidentes francés, Sarkozy, y ruso, Medvédev. Al leer la noticia tuve la misma impresión que el año pasado, cuando se conmemoró a su vez el 65 aniversario del desembarco de Normandía, con la presencia de los más altos representantes de las más influyentes naciones del globo. ¿Dónde estaba España? Se dirá que España no estaba -en esos términos oficiales o representativos- porque no tenía que estar. En otras palabras, se puede argumentar que no pintaba allí nada, por la sencilla razón de que no había pintado nada en los acontecimientos que se evocaban.

Pero ése es el punto adonde quiero llegar o donde me quiero detener. España no participó en la Segunda Guerra Mundial ni tampoco en la Primera. Más atrás aún, el ideal de los prohombres de la Restauración en el último cuarto del siglo XIX, empezando por Cánovas, el artífice del sistema, era el “retraimiento”, una especie de neutralidad timorata, un método de evitar problemas mediante la automarginación. Como ya advirtieron las cabezas más lúcidas del momento, con esa actitud el país se abocaba a un aislamiento peligroso. No se puede vivir al margen de la comunidad internacional sin arrostrar graves consecuencias. Y pasó lo de Cuba. Se me argüirá que esa política de relegación tuvo también ribetes positivos y no seré yo quien niegue la evidencia de que librarse de dos guerras mundiales no es asunto baladí, aunque pagáramos el peaje de la guerra civil, una durísima posguerra sin Plan Marshall y una de las más longevas dictaduras de Occidente. No tengo intención, sin embargo, de conducir mi reflexión por esos vericuetos de pros y contras. Me interesa detenerme más bien en la proyección de esa ya larga tendencia de recogimiento, más internalizada de lo que a primera vista parece, en las actitudes y mentalidades de los españoles aquí y ahora.

“Medio mundo conmemoró...” decía la información con la que abría este artículo. ¿Está nuestro país en ese “medio mundo”? ¿Qué se sabe aquí de Auschwitz salvo un par de tópicos pasados por el tamiz de Spielberg y otras similares plasmaciones cinematográficas? Más aún, ¿interesa realmente Auschwitz o es asunto que se percibe lejano, que apenas nos concierne? Son preguntas que podrían reformularse también, y a lo mejor más adecuadamente, en un contexto ampliado: somos europeos, estamos incluso -según las encuestas- entre los más europeístas de nuestro entorno pero... ¿nos interesa Europa? Hace algunos años M. A. Quintanilla publicó un agudo libro -El misterio del europeísmo español- en el que bajo una forma aparentemente divertida, de índole detectivesca, demostraba que el barniz europeísta servía sólo de coartada para fines más pedestres y domésticos. Todo director de periódico sabe que la política exterior no “vende”, y no vende simplemente porque no interesa. Se me dirá que eso pasa en todas partes pero no vendría mal reflexionar sobre algunas singularidades nuestras en este terreno.

Fue un espectáculo ver a nuestro presidente del Gobierno en Davos cuando se produjo un problema técnico en el sistema de traducción. El presidente no sabe inglés, pero tampoco el líder de la oposición ni otros miles de españoles que desempeñan altas responsabilidades. El español que sale de nuestras fronteras se haya incómodo o desubicado en cualquier reunión con sus colegas europeos en la que sea necesario manejar un par de idiomas. Sería curioso analizar hasta qué punto el tradicional complejo de inferioridad hispano se alimenta en buena medida de esa ignorancia. Pero no nos engañemos, este desconocimiento es simplemente el envoltorio del desinterés (la hipótesis contraria sería más tenebrosa, una especie de ineptitud específica). Un desinterés que se pone de manifiesto en la renuencia del español medio a salir de sus fronteras. El español -hablo en términos relativos, claro- no tiene por lo general gran interés en conocer otros países, convencido como está de que, pese a lo que despotrica cotidianamente, vive en el mejor de los sitios posibles. Como en España... ¡en ninguna parte! Al español le cuesta arraigar en otras tierras: cuando sale fuera suele ser por imperiosa necesidad económica o política, y para ambos casos existe una amplísima literatura melancólica del destierro que me exime de mayores precisiones.

Llama la atención el contraste entre las elucubraciones teóricas acerca del “ser de España” y la querencia práctica del español por su tierra, desde los aspectos sentimentales a los lúdicos y hedonistas. La clave, creo yo, puede estar en que, pese a todos los pesares, el centralismo político no ha pasado de ser nunca un objetivo político que ha chocado con el localismo de facto. Al español medio le gusta irse de vacaciones a su pueblo, su “patria chica”, porque aquí, como dijo hace casi un siglo Ortega y Gasset, la realidad que prevalece es la provincia. Yo achicaría más: la comarca, la aldea. Esta tendencia se ha intensificado en los últimos tiempos, quizás como respuesta defensiva a la globalización y al proceso de uniformidad. Cada vez se hace más patente que a la gente le interesa -¿sólo?- lo más próximo y se desentiende de todo lo demás. En los medios, la información local gana terreno imparablemente. Las televisiones autonómicas y locales se consolidan, aunque sus contenidos sean cada vez más inanes. Los planes educativos atienden cada vez más al hecho diferencial de turno. Se inventan leyendas y tradiciones regionales que pronto adquieren categoría de intocables. La fiebre centrífuga parece que ha llegado a calar en la ciudadanía. Y todo ello sin contar con que las competencias legislativas de las autonomías hacen cada día más difícil la unidad de mercado y la movilidad laboral.

En el siglo XVIII se puso de moda hablar de las naciones –del carácter nacional, para ser exactos- aludiendo a factores físicos determinantes, como el clima, la ubicación geográfica, la raza, etc. Montesquieu -Cartas persas-, Voltaire y otros autores coincidían en estas apreciaciones, que incluso se robustecieron en la literatura decimonónica de viajes. Hoy, desde luego, rechazamos esos términos como esencialistas y tópicos, pero en cambio damos un gran relieve a la geopolítica y ello nos lleva, otra vez, a un condicionamiento geográfico que no podemos desconocer. Tenemos que ser conscientes de dónde estamos, cuál ha sido nuestro pasado y por dónde pasa nuestro futuro. Nuestra historia contemporánea es la historia de los desencuentros con Europa, concebida más como ideal que como exigencia. De ahí ese retraimiento del que hablaba al principio, que hoy ha derivado en mera indiferencia hacia lo que está a más de dos palmos de nuestras narices. Nos ufanamos de la existencia de tantos hispanistas en decenas de países, pero nadie repara en la ausencia de reciprocidad, ningún “galicismo”, “anglicismo” o “germanismo” españoles que denote interés hacia los que nos rodean. Es difícil saber cuáles serán los recursos más adecuados para abrirnos paso en un mundo cada vez más complejo, pero lo que parece seguro es que el ensimismamiento y el ombliguismo que padecemos no son las mejores armas para hacer un digno papel.
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