La tortura y la dignidad de la persona
martes 14 de diciembre de 2010, 12:58h
Las memorias del Presidente Bush con sus revelaciones sobre la autorización de las técnicas de interrogatorio empleadas en la prisión de Guantánamo, conocidas hace algunas semanas a través de la prensa, la absolución de uno de los presos allí detenidos por el delito de terrorismo como consecuencia de la ilegalidad de la obtención de las pruebas así como algunos otros sucesos más o menos recientes han replanteado la cuestión de la tortura. Asimismo las recientes declaraciones del Ministro de Asuntos Exteriores de Marruecos, aclarando que durante los últimos sucesos de El Aahuín no han sido torturados inocentes, deja abierta la cuestión de si fueron torturados supuestos “culpables”.
La posibilidad de obtener las pruebas de un delito mediante ese procedimiento parecía haber ingresado definitivamente en la historia, al menos en la historia del pensamiento jurídico. En 1764 Cesare Beccaria, el padre de la filosofía del derecho penal liberal, decía que “es querer confundir todas las relaciones pretender (…) que el dolor sea el crisol de la verdad, como si el juicio de ella residiese en los músculos y fibras de un miserable”. La suya era una de las reacciones contra el proceso penal de entonces, basado en la prueba de confesión, carente de publicidad, sin jueces independientes e imparciales.
La eliminación de la tortura del orden jurídico, de todos modos, no significó el final de su práctica. En los regímenes totalitarios del siglo XX se la practicaba con apoyo en la razón de Estado. Sin duda esta evidencia condujo a la sanción de sendas Convenciones contra la tortura y otros tratos crueles o degradantes en 1984 y 1987. La prohibición de la tortura también había sido establecida por el art. 5 de la Declaración Universal de los Derecho del Hombre de 1948 y en la Convención Europea de Derecho Humanos de 1950, art. 3. Las constituciones democráticas modernas, como la española (art.15), la prohíben expresamente.
Es indiferente que un Estado haya ratificado o no aquellas Convenciones. Pues en cualquier sistema político que respete los derechos humanos y la dignidad de la persona la aplicación de tormentos para obtener una confesión es indudablemente ilegítima. La dignidad de la persona, que la Constitución española (art. 10.1) y otras constituciones europeas, han reconocido expresamente, impone sin reservas la prohibición de la tortura. La noción de la dignidad de la persona está basada en palabras expresadas por Kant en 1797: “La persona –decía- nunca puede ser manipulada como mero medio para los propósitos de otro y confundido entre los objetos de los derechos reales, contra lo cual es protegido por su personalidad innata” Por esta razón el moderno proceso penal, proveniente de la ilustración y del liberalismo, elevó al inculpado desde la posición de objeto a la de sujeto del proceso.
Pero no sólo en EE UU se ha replanteado la cuestión de la admisibilidad de la tortura. En 2002 el secuestro de un niño de once años, hijo de un banquero, reabrió en Alemania la problemática de los medios de interrogación legalmente admitidos y replanteó el problema de la posible tolerancia de la tortura en situaciones extremas. En esa ocasión el Vicepresidente de la Policía de Frankfurt amenazó al autor del secuestro, detenido en dependencias policiales, con torturarlo si no revelaba el lugar en el que se encontraba el niño secuestrado. El policía se justificó alegando que su finalidad era salvar la vida del niño. La ley procesal alemana prohíbe emplear en el interrogatorio del inculpado la amenaza con medidas de tal naturaleza. La opinión mayoritaria de los juristas fue clara: hechos de esta naturaleza no pueden ser conformes al derecho, aunque, acaso quepa, según las circunstancias del caso, contemplar alguna circunstancia atenuante, pero, en todo caso, cuando el hecho no haya pasado de una amenaza. El Vicepresidente del Tribunal Constitucional Federal alemán sugirió incluso que la amenaza de la tortura podía invalidar todo el proceso contra el secuestrador.
Más de doscientos años de tradición jurídica contraria a la tortura y de medio siglo de su prohibición en convenciones internacionales hacen difícil imaginar cuál puede haber sido el fundamento de los asesores del Presidente Bush que lo indujeron a creer que los métodos de tortura que autorizó a utilizar en Guantánamo no contradecían el derecho.
Catedrático de Derecho Penal
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