Caerse siete veces para levantarse ocho
miércoles 16 de marzo de 2011, 21:15h
Existe un proverbio japonés que define a la perfección la manera de ser de un pueblo que estos días conmueve al mundo, después de que el terrible terremoto y la gigantesca ola posterior, dejara una tercera parte de su país literalmente arrasado. “Nanakorobi yaoki”, dicen allí, lo que, aquí, sería algo así como “caerse siete veces para levantarse ocho”. Hay duras pruebas en la vida, pero lo que no hay es excusa alguna para no empezar, desde el instante mismo del “tropezón”, a recobrarse de cualquier infortunio.
Desde el pasado viernes, las imágenes de los territorios japoneses más castigados nos enseñan a unos ciudadanos que lo han perdido todo, menos una serenidad que no parece de este mundo. Pero que lo es. Y de tanto hablar aquí de lo que les pasaría a nuestras centrales nucleares si hubiera un terremoto o un huracán, de tanto medir distancias para polemizar sobre si la lejana radiación de Fukushima podría llegar a Europa y en qué plazo, parece que no somos capaces de medir el sufrimiento de quienes lo padecen ahora, en este momento, sin hacer hipótesis ni consultar predicciones de expertos, en definitiva, sin compararlo con lo que experimentaríamos nosotros. Europa especialmente, se ha puesto a tirarse los trastos a la cabeza y a aprovechar el catastrófico escenario nipón para saldar viejas rencillas políticas, para volver a hablar de esas energías renovables en las que todos soñamos, pero pocos invertimos, y, en conclusión, para mirarnos una y otra vez el ombligo, en un momento que no parece que sea el más apropiado para hacerlo. Porque de las cosas hay que aprender, pero una vez que la pasión ha dejado su poso.
Así, los reportajes que hablan del terremoto dedican más minutos a elucubrar sobre cómo nos iría en el desafortunado caso de que la fuerza de la naturaleza se fijara en nosotros y, a falta de rostros bañados en lágrimas, de manos muertas asomando por los cráteres de edificios derrumbados, de cadáveres flotando en las inmundas aguas que llegaron de la profundidad del Pacifico para llevárselo todo, nos dedicamos a montar mesas de tertulia con expertos en materia nuclear para, apelando al siempre jugoso miedo colectivo, colmar al espíritu insaciable de las audiencias. Y así, la tragedia que vive Japón la hacemos nuestra de la peor forma de las posibles, jugando a la comparación. Nunca he soportado a las personas que, cuando les cuentas el mal que te aflige, lo primero a lo que hacen referencia es a su propio mal: ellos ya lo sufrieron, y si no fueron directamente ellos, fue su prima política o la vecina del señor que les despacha las verduras en el mercado. Esos “a mí ya me ocurrió” o “ahora me puede pasar a mí en cualquier momento”, reconozco que resuenan mal en el eco de mi cerebro, mucho peor en el de mi corazón.
Por eso admiro también a los japoneses por su contención a la hora de expresar sus sentimientos, por el pudor con el que afrontan lo que en este momento les toca vivir, sin deshacerse en gritos de desesperación ni en desgarradores lamentos. Su cultura es así, contienen sus emociones negativas por algo tan valioso como el respeto a los demás; para no molestar o causar sufrimiento al otro con sus propias quejas, para no intoxicar con la energía negativa que mora en la tristeza y el dolor a aquellos que están a su alrededor.
No enseñan muertos ni heridos para no provocar sufrimiento en el que lo ve. Los occidentales que viven allí, y que estos días se han convertido en improvisados reporteros, insisten una y otra vez en reclamar que aquí tengamos la misma serenidad con la que allí tratan de lidiar con la espeluznante tragedia. Parece mentira que lo tengan que pedir.
Escritora
ALICIA HUERTA es escritora, abogado y pintora
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