Juicios rápidos
lunes 25 de abril de 2011, 17:13h
La inclusión de imputados en las listas de los dos principales partidos ha sido motivo de alarma social en las últimas semanas. El asunto es complejo: a nadie le gusta votar a un imputado que puede resultar culpable meses o años después. Por otro lado, la exclusión de las listas podría dejar fuera a personas inocentes, lo que también supondría una injusticia social. Además, el funcionamiento de la imputación como mecanismo de exclusión podría desatar una ola de denuncias que lo único que buscaran fuera eliminar al adversario político antes de las elecciones. ¿Qué hacer entonces?
Lo ideal, a nadie se le escapa, es que lo juicios fueran rápidos. Es decir, que cualquier imputado, en el plazo de una semana o como mucho un mes, se viera con una sentencia en la mano. La efectividad y rapidez judicial en estos asuntos ayudaría bastante al votante común en su ya ardua de por sí tarea de decidir qué hacer, a quién votar. Sin embargo, esa deseada rapidez con los juicios, rara vez se da en los juicios políticos con base económica. Los juicios por prevaricación y malversación de fondos se dilatan interminablemente, de forma que cuando llega la sentencia, a casi nadie le importa ya, porque su valor fáctico ha pasado, ha caducado como esos yogures que se esconden en la nevera detrás de algo y reaparecen para reprocharnos nuestra falta de compromiso hacia ellos. Por otro lado, el hacer de los juicios algo agradablemente interminable es el sello de muchas familias --un asunto bastante british y scotish-- empeñadas en hacer de la disensión una forma más de unión del clan.
¿Debemos resignarnos entonces a que los juicios se politicen, se alarguen sin fin, o tenemos que buscar otra salida? Opinar sobre la justicia es delicado; es fácil caer en generalizaciones. Es un asunto, como las enfermedades, sobre los que una de las pocas formas de hablar es desde la experiencia propia. Yo he tenido pocos encontronazos con la justicia, pero los he tenido. El último ocurrió hace escasas semanas. Estaba tumbado en el sofá de mi casa, a una temprana hora de la madrugada, disfrutando de lo último de Pynchon, cuando sonó el telefonillo. Algo alarmado por la hora y la naturaleza de mi indumentaria (que no desvelaré), respondí. Una voz me dijo que por favor saliera, que era la policía nacional. Como muchos de ustedes podrán imaginar, lo último que hice fue salir. “¿Y cómo sé yo que es usted Policía nacional?” le respondí. Se produjo un silencio, y al cabo de unos minutos volvió a oírse el telefonillo. “¿Es usted José Pazó Espinosa, dueño del vehículo bla-bla-bla-bla-bla?” El bla-bla-bla era muy preciso y tuve que convenir que, o bien era un mafioso ruso escapado de una película de acción o un auténtico policía nacional. Me cambié y salí. Fuera me esperaba un chico que enseguida se identificó con una placa. Me llevó aparte y me informó de que pasaba por allí en un vehículo camuflado con otro compañero cuando vieron a alguien en mi coche. Les pareció que manipulaba algo dentro y cuando se detuvieron, el sospechoso salió corriendo. Ellos salieron detrás y lo interceptaron. Lo tenían allí, bajo una farola, con dos bolsas de comida, una en cada mano. Tenía el pelo negro y largo y no se había lavado en bastante tiempo. “Miré a ver qué se ha llevado o qué ha roto?” Me acerqué al coche con sigilo, como si el ladrón fuera yo. Entré. No faltaba nada, y no estaba más roto de lo que está habitualmente. “Parece que no ha hecho nada” le dije. “Mire bien, ha tenido que romper algo para entrar”. Yo miré bien, pero allí no había nada roto. Una duda me asaltó: ¿me había dejado el coche abierto? No sería la primera vez. El policía nacional inspeccionó la cerradura de la puerta del acompañante. “Esto está forzado.” La miré: “No, siempre ha estado así. Me robaron la radio hace años.” “Puede pasarse por la comisaria ahora para poner la denuncia, o puede hacerlo por teléfono.” Yo, la verdad, puesto que no había desperfecto alguno y puesto que el sospechoso me parecía un “sin casa” en busca de cobijo una noche de llovizna, le dije: “Creo que no voy a poner denuncia. No veo desperfecto que denunciar. Además, es posible que me dejara el coche abierto y que ni siquiera lo forzara.” Sé que está mal entrar en un coche ajeno, pero no veía razón para iniciar una denuncia. “Bueno, da igual”, dijo él visiblemente contrariado, “nosotros tenemos que ponerla de todas formas.” Luego nos despedimos amigablemente, y yo volví a mi sofá.
La mañana siguiente, sonó el teléfono a las 9:15. Era de la comisaría de mi distrito. Me dijeron que tenía que pasarme a declarar. Les respondí que no había puesto ninguna denuncia, pero me respondieron que daba igual, que al haber intervenido la policía nacional la denuncia era automática. Me acerqué ese mediodía. El departamento lo formaba un grupo de chicos y chicas, no mayores de 35 años, tremendamente entusiasta. Tenían planos el barrio por la paredes con cruces en los sitios en los que se habían producido atracos con violencia. Tres de ellos se pasaron el tiempo intentando identificar en fotos de Internet a un sospechoso. La cosa parecía atractiva, como buscar a un viejo amigo en Facebook. Discutían los pendientes, el pelo, etc. Salí tras hacer mi declaración. Me dijeron que el sospechoso era de origen magrebí y que no tenía antecedentes a pesar de que llevaba unos treinta años en España. También me dijeron que tenía que ir a declarar en el juicio en los juzgados de Plaza de Castilla. Les recordé que no había puesto yo la denuncia, pero me dijeron que daba igual, que iba en calidad de víctima.
Dos días después, asistí al juicio en calidad de víctima. Mientras esperaba fuera, conocí al jefe del juzgado, un hombre pequeño y dickensiano con una conversación de lo más amena y aguda. También a la abogada de oficio de mi sospechoso y ahora acusado, una mujer de rompe y rasga que bajo la toga vestía una minifalda casi quinceañera y que taconeaba el suelo de los pasillos poniendo a prueba los sistemas antiterremotos madrileños. La abogada me dijo que nunca en su vida se había encontrado con algo así, con un hombre que llevaba casi cuarenta años en la calle y que nunca había sido detenido antes. Un pobre hombre, me dijo. Yo casi me sentí culpable por tener un coche tan accesible o tan acogedor.
El resumen es que, en tres días, hubo posible delito, declaración y juicio. Y sentencia exculpatoria. De ahí que proponga algo a los imputados de las listas que quieran lavar su reputación antes de las elecciones: vénganse a mi calle y métanse en mi coche. Avisen antes por llamada anónima a la policía nacional. En tres días, su juicio estará listo para sentencia.