Una de las victorias del agotamiento del viejo sistema político autoritario y unipartidista de México fue la organización de la estructura electoral fuera del control del poder central del gobierno. En 1996 se le dio autonomía total al entonces Instituto Federal Electoral (hoy Instituto Nacional Electoral), sin depender del presidente de la república. Ese avance permitió la alternancia partidista en la presidencia en el 2000. Sin embargo, a tres lustros de esa hazaña que parecía imposible, México se enfila hacia la restauración del viejo dominio unipartidista y autoritario, el del PRI, pasando por encima de las autoridades electorales.
Para comenzar, lo obvio: los sistemas electorales tradicionales han estado naufragando en el mundo ante nuevos desafíos ciudadanos: España, Brasil, los EE.UU., Bolivia, Ecuador, Cuba y Nicaragua con las reelecciones dinásticas de casi monarquías revolucionarias, Grecia, Italia y hasta Gran Bretaña por las protestas sociales. Los modelos electorales procedimentales han comenzado a naufragar con la estrechez de los sistemas políticos y los nuevos espacios en las redes sociales. La ciencia política que tanto impulsó la democracia participativa ahora no ofrece respuestas de nuevas formas de movilización social.
México elige el próximo domingo 5 de junio doce gobernadores, el 37% de los 32 existentes. Si se revisa con rigor analítico, los candidatos nada tienen que ver con la elección presidencial del 2018. Sin embargo, la mejor parte del análisis enfatiza la puesta en práctica de los nuevos métodos electorales de los partidos que --ésos sí-- han mostrado los aparatos de poder electoral en cada organización partidista. El PRI quiere ganar nueve de los doce, la alianza inexplicable de derecha-izquierda PAN-PRD (si acaso pueden representar a la derecha e izquierda, aunque esta parte la explicaré en un artículo posterior) en cinco plazas aspira a vencer en cuando menos tres, el PRD desfondado va solo sin ninguna posibilidad en tres y el partido-movimiento del expriísta y experredista Andrés Manuel López Obrador participa con alta competitividad en un estado y podría avanzar fuertemente en otro.
La distribución del poder que salga de estas elecciones estatales influirá muy poco en la elección presidencial del 2018. Las expectativas de la oposición para empujar una nueva alternancia dependen, en primer lugar, de una oposición fuerte y aliada, que es lo menos que se ve ahora: el PAN y el PRD están llenos de resentimientos y compiten en alianzas de oportunidad, pero nada más. Los que esperan una reproducción del 2000 de la alternancia se pueden quedar esperando. Las circunstancias que permitieron la derrota del PRI son irrepetibles: un presidente saliente con rencores hacia el PRI, el candidato priísta ajeno a sus intereses, el panista Vicente Fox como receptor del voto útil, y los pactos secretos con Bill Clinton en 1995 para el rescate de la crisis a cambio de elecciones libres.
Los resultados electorales 5-J mexicano tendrán interés local. El mapa de la redistribución del poder podría darle victorias a todos los participantes sin modificar la correlación de fuerzas políticas. El asunto cobra importancia por los espacios electorales de los partidos: el PRI con 20%, el PAN con 15%, Morena con 7%, el PRD con 7%, y los independientes o sin partido 5%.
Los porcentajes señalan la base electoral de los partidos, sin duda el primer elemento analítico de las posibilidades presidenciales. Dos datos hay que registrar: el 60% de los ciudadanos que han participado en encuestas ha declarado no pertenecer a ningún partido aunque tienen definido su voto por alguno de ellos, el 40% de los encuestados ha dicho que en las elecciones estatales aún no decide su voto y una ola social a favor de independientes ha sacudido la modorra de los partidos tradicionales con tendencias de votos quitados a los partidos tradicionales.
Ahí se localiza el papel de las estructuras electorales de los partidos. Como el fraude electoral que hizo famoso a México ya no se da en robo de urnas, sobretiro en boletas electorales que usaba el PRI, conteo de votos en oficinas legales del ministerio del Interior, vigilantes electorales controlados por el gobierno y credenciales falsificadas porque las emitía el gobierno, ahora la tarea de controlar el voto ha pasado a nuevos mecanismos de dominación de los votantes.
El poder clientelar ha sustituido el control gubernamental de la sociedad electoral. El PRI, el PAN, el PRD y Morena entregan paquetes de comida, televisores, estufas, tinacos de agua que se colocan en las azoteas de las casas, regalo de subsidios de salud y educación, dinero en efectivo a viudas y madres solteras y otra serie de prácticas para apropiarse del voto de los ciudadanos. Se trata de la explotación política de la pobreza: subsidios a cambio de votos.
El PRI quiere ganar gubernaturas porque van de por medio dos precandidaturas presidenciales (el presidente del PRI y el ministro de Interior), el PAN quiere posicionarse en gubernaturas porque ya ganó la presidencia en el 2000 y quiere regresar, el PRD busca sobrevivir y López Obrador aspira a ganar dos gubernaturas por el manejo multimillonario de recursos en juego que podría usar para su precampaña presidencial iniciada formalmente en 1988, hace veintiocho años. Desde luego, nadie, pero nadie, nadie, nadie, está pensando en la democracia, en la buena imagen del país o en la ética --si acaso-- de la democracia. Los aparatos electorales de los partidos han destruido ya el principal avance democratizador: la credibilidad de la democracia electoral.
Eso sí, todos los candidatos, jefes partidistas y autoridades hablan de democracia electoral. Sin embargo, México avanza hacia la restauración del viejo régimen de dominación del PRI, aunque el PRI pueda acreditar en las urnas entre el 25%-30% de los votos. Pero por la regla democrática de mayoría simple, México puede ser gobernado por el PRI a pesar de tener una mayoría no priísta de más de 70%.
indicadorpolitico.mx
carlosramirezh@hotmail.com
@carlosramirezh