El pequeño poni, de Paco Bezerra
Director de escena: Luis Luque
Intérpretes: María Adánez y Roberto Enríquez
Lugar de representación: Teatro Bellas Artes (Madrid)
Por Rafael Fuentes
Hace pocos días, un estudio matemático de la Universidad Politécnica de Valencia calculaba que para el próximo 2020 el acoso escolar en España alcanzará la cifra de 400.000 nuevas víctimas. Aunque sin necesidad de esa siniestra predicción, los guarismos oficiales sobre lo que está ocurriendo ahora mismo a la sombra de nuestros colegios debería causar un profundo desasosiego y un amplio debate público. Algo que no sucede. Si realizamos un rápido cómputo donde a las actuales víctimas se les sumen los agresores físicos, los acosadores verbales, los cooperadores, junto a los indiferentes que miran para otro lado -incluyendo a los responsables políticos y académicos-, resulta que esa violencia soterrada en nuestras aulas afecta, casi íntegramente, a toda la población escolar, dejando en ella inadmisibles estigmas de por vida.

El joven dramaturgo Paco Bezerra ha tomado la delantera en los estrenos teatrales de esta temporada, inaugurándola en los últimos días de agosto con un drama que afronta con toda su crudeza este baldón colectivo que suele ponerse en sordina y ocultarse bajo la alfombra de supuestos casos aislados, dentro de una ficticia armonía de nuestra comunidad escolar. La dramaturgia de Paco Bezerra ha dado ya sobradas muestras de su interés por sacar a flote y exponer ante la mirada del público -es decir, ante la conciencia colectiva-, conflictos cívicos cuya virulencia y crueldad suelen silenciarse y quedar encubiertos en los insidiosos pliegues de la vida cotidiana. Mostrárlos a la luz de los escenarios es un deber irrenunciable del arte dramático.
El autor almeriense ya lo hizo en piezas que supusieron auténticos aldabonazos, como por ejemplo Dentro de la tierra, o bien Grooming. En Dentro de la tierra abordaba el drama de la inmigración a través de una historia de amor y muerte bajo los inmensos campos de plásticos de los invernaderos de Almería. Grooming, a su vez, trataba por primera vez en España el problema del ciberacoso en las redes sociales, en este caso de un adulto que simula ser un adolescente a la caza de una menor. En estas obras sobre conflictos socialmente embozados, ya esbozó Paco Bezerra una estructura dramatúrgica que reitera, ahora, con mayor precisión incluso, en la recién estrenada El pequeño poni. Comienzan todas estas bajo la apariencia de un realismo social depurado, que se ciñe de forma muy escueta y directa a la cuestión colectiva hasta extraerla a la superficie, con toda su dureza. Llegados a ese punto, estos dramas experimentan un súbito giro en el que la obra se reorienta hacia la experiencia interior, hacia las cabriolas de la mente y sus fantasías, el ámbito de lo lírico y lo mítico, dimensiones alegóricas que ensanchan de manera insospechada el escueto realismo inicial.
Esto sucede en El pequeño poni, aunque en el diálogo preliminar de la pareja formada por Jaime e Irene se siembre de forma casi inadvertida los ingredientes que imprimirán un cambio de dirección inesperado en la segunda parte de la pieza: el horario diurno de ella frente al nocturno de él, los comentarios sobre los libros que están leyendo, la dificultad para aproximarse el uno al otro para darse un simple beso, señales todas de una falta de armonía entre sí que terminará aflorando con toda su aspereza a lo largo del drama. El estallido del conflicto sigue las pautas de un caso real. El hijo de ambos, Luismi, es hostigado por los niños de su colegio por llevar una mochila con las figuras de la serie de dibujos animados titulada Mi pequeño poni. Las autoridades escolares, al afrontar el caso, en vez de tomar medidas disciplinarias ejemplares contra los acosadores, dictaminan que la culpa es del niño portador de la mochila porque con ella provoca a los demás. Un mundo al revés donde los responsables educativos vienen a justificar la violencia e inculpar al que la padece.
No estamos ante una historia urdida por la mente calenturienta del autor, sino de dos casos reales sucedidos en Estados Unidos. El autor de Dentro de la tierra extrae de ellos lo esencial para darle un sentido global. Hace bien el dramaturgo en despojar los hechos de todo color local. Depurando lo anecdótico, deja al descubierto lo universal de esa violencia infantil, consentida o alentada por los adultos. Al espectador le conviene tener en cuenta los contenidos de la serie infantil Mi pequeño poni que aporta abundantes ingredientes simbólicos y míticos al drama. Estrenada en 2010, se trata de dibujos animados pensados específicamente para niñas, donde personajes ecuestres como ponis, pegasos, o unicornios femeninos buscan la “magia de la amistad” explorando los factores de la armonía. Una muy femenina poni unicornio llamada Twiligth Sparkle protagoniza este aprendizaje de lo armónico para preservar el hechizo de la fraternidad. Luismi se identifica con esta encantadora princesa poni -Centelleo del Crepúsculo, sería su nombre en español-, y suponemos que más aún con su misión de salvaguardar la magia de lo fraterno. Paco Bezerra aprovecha con habilidad ese terrible sarcasmo de la vida donde una mochila infantil dedicada a la magia de la amistad desencadena en un colegio las reacciones de acoso más feroces y primarias. En los casos norteamericanos reales en los que se inspira el autor, una fiereza ocasionada porque los dibujos de las protagonistas simbolizan a refinadas chicas perfiladas con abundantes colores rosa o púrpura, algo que se cataloga sin más como “afeminado”, y no solo por los pequeños escolares, sino también en apariencia inapropiado para un chico. Pero Paco Bezerra no se detiene en el posible sustrato de homofobia del suceso real, para avanzar a una conclusión aún más general: desde la infancia se atenta contra el diferente, sea cual sea su diferencia, algo que se perpetuará durante toda su vida.

Nunca veremos sobre el escenario a Luismi. Será la disputa de sus padres, Jaime e Irene, la que haga omnipresente a la víctima ante los espectadores. Lo que origina un reto a los intérpretes, Roberto Enríquez (Jaime) y María Adánez (Irene), porque ambos están obligados a hacer presente a su personaje y a la vez al personaje de su hijo ausente del escenario. Algo que Roberto Enríquez logra de forma plena cuando se enfurece y sale en defensa de su pequeño vástago. Un fenómeno que no se produce en María Adánez (Irene) con la misma intensidad. En ocasiones nos hace sentir el drama de su hijo, y en otras éste parece volatilizarse, desaparecer, diluirse en el aire en el trasiego del debate, dando la impresión de que la actriz no cree por momentos en la tragedia del niño o no lo siente interiormente.
En esta primera parte social y realista de El pequeño poni, Paco Bezerra ha hecho que estos padres encarnen posiciones e ideas diametralmente opuestas sobre el acoso a su hijo, en apariencia equidistantes el uno frente al otro, lo que origina una infernal controversia. Pero esa equidistancia, que daría la razón a los dos, es solo aparente, pues Jaime sale vencedor en esa larga disputa, ya sea por las convicciones subyacentes del autor o por la extraordinaria fuerza interpretativa de Roberto Enríquez, o por ambas cosas a la vez. Jaime simboliza la indignación, la protesta, el enfrentamiento sin paliativos contra la inoperancia de las autoridades y la atrocidad inculcada y consentida en las mentes infantiles. Nuestras simpatías se decantan irremediablemente hacia él. Irene representa el pragmatismo, el amoldarse a una situación injusta para evitar males mayores, y su causa difícilmente reclutará muchos adeptos.

Pero como es frecuente en la dramaturgia de Paco Bezerra, en plena pugna, se opera un insospechado viraje en la línea de acción. Las proyecciones visuales sobre el fondo del escenario nos informan sobre la preocupante evolución psíquica de Luismi, donde tiene cabida la expresión mítica y poética. El público experimentará el proceso con el corazón en un puño. Simultáneamente, el conflicto de la pieza se reorienta para tomar otro rumbo inesperado. El choque con el mundo escolar pasa a un segundo plano y la violenta colisión entre los esposos se desvanece para que ocupe, en su lugar, la pugna de cada uno de ellos consigo mismos. Sus miedos, sus errores, su desconcierto, sus contradicciones y obsesiones. El lenguaje lírico alcanza aquí una extraordinaria dimensión. El carácter sobrio de la escenografía -un amplio espacio con un enorme muro al fondo-, obtiene aquí todo su significado, evocando quizá una nave espacial o un laboratorio fuera de las leyes de la gravedad. En cualquier caso, adquiriendo la proporción del territorio del alma de los protagonistas, con lugares sombríos y tabiques de hormigón que ocultan enormes dramas íntimos. Ahora, tras ese cambio de perspectiva, percibimos que Luismi también es víctima del oculto desajuste interno de su propia familia. Fin a cualquier pincelada de índole costumbrista.
Como escuchamos en el diálogo inicial, donde Jaime comenta a Irene, de forma aparentemente casual, que los astronautas crecen varios centímetros durante sus viajes espaciales, igualmente él e Irene deberán ser como otros metafóricos cosmonautas que incrementen su propia talla moral para alcanzar la armonía ausente. El drama ha transitado desde el conflicto estrictamente social, a otro que bucea en los recovecos de la intimidad, y que exige utilizar múltiples recursos expresivos, desde donde se insta a los protagonistas -a todos nosotros- a crecer y madurar hasta lograr las proporciones armónicas que eviten todo ese dolor injusto e intolerable. Desde dentro, desde la convivencia más esencial y aparentemente fraterna. Hay formas de proteger que ocasionan daño. El dramaturgo sobrepasa la simple denuncia de un problema colectivo para indagar en ámbitos imprevisibles. Paco Bezerra muestra un gran coraje para afrontar tragedias que nos llegan a través de la información cotidiana superficial y sondearlos mediante ángulos insospechados y reveladores.
Un tema -como tantos otros que salpican los contenidos de los medios de comunicación-, que no debería agotarse en una sola obra ni circunscribirse a un único autor. No estamos, en realidad, ante un asunto novedoso. Lo nuevo es la forma de abordarlo. ¿Quién no recuerda, tras leerlo, el acoso escolar con el que comienza la novela Miau, de Pérez Galdós? Desde hace ciento cincuenta años -por no decir desde la noche de los tiempos- la cuestión estaba ahí. Los patios de colegio han sido, y son, un feroz e inadmisible entrenamiento en el que se ensayan las primeras armas de la guerra de todos contra todos. Un ejemplo precoz de cómo el hombre se transforma en un lobo para el hombre. Un preludio de la crueldad que entre adultos se vivirá desde el entorno laboral al político y otros campos de batalla. El pequeño poni habría de ser un acicate para que esas realidades que circulan veloz y superficialmente en los medios informativos, consigan una profundidad y una auténtica meditación correctiva en la sociedad que hoy por hoy los tolera.