Jardiel, un escritor de ida y vuelta, de Jardiel Poncela
Versión: Ernesto Caballero
Director de escena: Ernesto Caballero
Escenografía: Paco Azorín
Intérpretes: Chema Adeva, Felipe Andrés, Raquel Cordero, Paco Déniz, Jacobo Dicenta, Luis Flor, Carmen Gutiérrez, Paco Ochoa, Paloma Paso Jardiel, Lucía Quintana, Cayetana Recio, Macarena Sanz, Juan Carlos Talavera y Pepa Zaragoza
Lugar de representación: Teatro María Guerrero (Madrid).
Ernesto Caballero rinde homenaje por partida doble al gran Enrique Jardiel Poncela. Primero recuperando y poniendo en escena una de sus piezas cómicas más representativas: Un marido de ida y vuelta. Pero en segundo lugar atreviéndose a llevar a cabo unas ligeras pero sumamente significativas incorporaciones de algunos breves pasajes que hacen que ese “marido” protagonista mencionado ya en el título se convierta ahora, también, en un “escritor”, y no en un escritor cualquiera, sino en uno muy concreto, maltratado en vida -y en muerte-: ni más ni menos que el propio dramaturgo Jardiel Poncela.
¿Por qué es necesario que Jardiel sea un autor de “ida y vuelta”? Sobre todo porque fue durante mucho tiempo, en esta cainita república de las letras española, un escritor de “ida”. Es decir, uno de nuestros más brillantes autores combatido, incomprendido, perseguido, ninguneado, silenciado y al fin expulsado del escenario público español con ese odio, ignorancia y tesón que tan profundas heridas ha abierto en una dramaturgia tan pujante y creativa como la española. Jardiel no se fue, se le hizo ir. Por ello quien ame el teatro no dejará de sentir el impulso de traerle de vuelta ante los espectadores. Fenómeno que no se circunscribe por desgracia al autor de Usted tiene ojos de mujer fatal, sino a numerosos dramaturgos y creadores españoles que son recurrentemente “idos” a patadas y con los más pedestres argumentos.

Ninguna de las grandes dramaturgias trata así a sus más destacadas figuras, excepto la española. Una potencia teatral de primer orden que se ve abocada a una doble tarea extenuante, la de crear y la de simultáneamente rescatar las creaciones de los grandes refutados, arrojados fuera, o más asombroso aún, impedidos de subir sus textos a las tablas: los casos de Ramón María del Valle-Inclán o de Miguel de Unamuno todavía sangran por esta herida. Con todos ellos queda pendiente esa labor de traer “de vuelta”. Aunque con toda seguridad el clarividente humor de Jardiel Poncela, libre ya de los apremios de la enfermedad o la falta de medios, tendría una sagaz sonrisa ante sus inquisidores, ante cuyas maniobras estaría ya “de vuelta”, muy “de vuelta”.
En vida fue corrosivamente atacado por una crítica feroz que no era capaz de entender o reconocer la audaz revolución humorística que traía consigo el autor de Un marido de ida y vuelta. Jardiel Poncela era hijo de la vanguardia y la experimentación. No entendía el teatro como una imitación de la vida real, sino como una inesperada invención de irrealidad. Heredero del cambio de visión provocado por el cubismo, el creacionismo, el futurismo o el dadá, se propuso hacer una “comedia inverosímil”. Es decir, un nuevo prototipo de humor que esquivaba el costumbrismo, el retruécano verbal, el astracán. En la estela de El doctor inverosímil y la greguería de Ramón Gómez de la Serna, busca la diversión en la parodia, en lo que rompe la cadena de causa-efecto, en la inaudita incongruencia que nos hace ver todo desde una perspectiva insospechada. No se quiso aceptar esa insólita legitimidad de lo inverosímil, con la misma adversión a la innovación con que no fueron admitidas las “comedias imposibles”, de Federico García Lorca. El “teatro desnudo”, de Miguel de Unamuno o el “esperpento” de Valle-Inclán.
Enrique Jardiel Poncela fue, al mismo tiempo, víctima al unísono de las dos Españas. No una de ellas, como predijera Antonio Machado, sino las dos le helaron por igual el corazón. Al comienzo de la Guerra Civil se le detuvo a causa de una denuncia falsa en una checa del Madrid republicano. Puesto pronto en libertad, se ve en el trance de exiliarse. Pero retorna a España en plena contienda, asentándose en San Sebastián, ya bajo el control del ejército franquista. La trituradora de los prejuicios ideológicos pone en marcha sus colmillos de machacar. Jardiel no es franquista, y no prosperará en un régimen que ve con tremenda desconfianza un arte tan cosmopolita como el suyo. De forma paralela, los intelectuales republicanos que se exilian se apresuran a colgarle el sambenito de fascista. En una gira por Hispanoamérica, en la que cifra salir de la miseria y obtener recursos para recobrar la salud, el republicanismo organiza un boicot demoledor. Ni con los “hunos ni con los hotros”. Un anatema de haber sido un hipotético franquista -falso, aunque esto no venga al caso en su extraordinaria obra-, ha lastrado, como en un bufo vodevil de credenciales políticas, el rescate de su producción dramática.
Ernesto Caballero la realiza haciendo uso de sus singulares recursos de distanciamiento, con una retranca socarrona que en su diversión cumple perfectamente su cometido de hacer pensar al espectador. En esta ocasión, al comienzo de la función, Pepe, marido de Leticia y protagonista de la comedia viene a ser interpretado por el mismísimo Enrique Jardiel Poncela. En realidad, obviamente, por el alma en pena de Jardiel que ahora vaga por los escenarios de este país. Algo, por otro lado, con un carácter muy viable, pues Pepe en los primeros compases de la pieza pasará a ser justamente un alma en pena que vuelve del más allá para recriminar a Leticia por su segundo matrimonio. Un alma en pena, Jardiel, que representa el papel de otra alma en pena, Pepe, lo que resulta tan incongruentemente jardielesco como sensato en el ensueño escénico.
El carnaval distanciador de Ernesto Caballero no acaba ahí. Si ya tenemos a un espectro en escena para representar a otro espectro, de inmediato un tercero no menos imprevisible se nos hará por igual presente. Es el de Eloísa, la muerta de Eloísa está debajo de un almendro, que le reprocha a don Enrique Jardiel Poncela haberle dado un papel tan poco visible –de hecho, por completo invisible-, y le suplica que en compensación le permita interpretar a Leticia en la función que va a comenzar. Un personaje que encuentra, pues, a su creador, y le exige, como es habitual, que le conceda encarnarse durante unas horas en ese cuerpo mágico de una actriz, tan ilusorio bajo los focos como pueda serlo cualquier otra alegre presencia fantasmal.
Este punzante encuentro del fantasma de un dramaturgo con el fantasma de uno de sus personajes, lleno de humor burlón y pudoroso afecto, le permite a Ernesto Caballero exhibir sus dotes en la escritura dramática al introducir unos concisos diálogos entre ambos que aun libres de acritud, hacen ver con claridad la enorme injusticia del exilio ideológico y espiritual del insigne dramaturgo madrileño.
La trama avanza con esa risa renovada de Jardiel, cuya juventud se mantiene intacta en el trascurso del tiempo. Pepe, dueño de una compañía de seguros, muere disfrazado de torero en una noche carnavalesca, y como inverosímil e hilarante diestro estará condenado a retornar años después a su antigua casa en forma de espectro tan jocosamente serio como lo son los mejores personajes jardielescos. La obra parodia las tremebundas historias góticas tan plagadas, desde Horace Walpole y Ann Radcliffe, de aterradores espíritus vengativos, rindiéndole tributo a esa incoherencia que la desvincula de lo lógico, pero dándole la vuelta como un guante al terror, trasmutado aquí en comicidad inteligente. Jacobo Dicenta perfila a la perfección ese personaje de doble contorno, Pepe y Jardiel Poncela a la vez, con la seriedad divertida del primero y el lirismo de la tristeza sin rencor del segundo, en una figura novedosa, mestiza entre uno y otro, un centauro elegíaco y ocurrente, secretamente épico en su aceptación sin cólera de un destino tan cruel como inmerecido. Sin duda, el máximo acierto de este Jardiel, un escritor de ida y vuelta.
Paco Ochoa sostiene el mismo tono de severidad cómica en el antagonista de Pepe, Paco Yepes. Lucía Quintana borda ese otro personaje híbrido producto de la fusión de la melancólica Eloísa y la furiosa y vital ilógica que es Leticia. El imprevisible desarrollo de la acción avanza con los efectivos golpes de humor de los personajes encarnados por Paloma Paso Jardiel, Paco Déniz, Luis Flor, Pepa Zaragoza. La comedia, más que ningún otro género, requiere que sus engranajes funcionen con la precisión de un mecanismo de relojería bien engrasado. Exigencia redoblada aún más en este modelo de comedia de lo inverosímil, donde cada procedimiento debe entrar en juego con una milimétrica exactitud. Hacerlo así es restaurar la verdadera esencia de Jardiel. No tienen cabida interpretaciones más o menos naturalistas, que de forma borrosa e imprecisa, con frecuencia dan involuntaria muerte escénica a Jardiel. Hace años Sergi Belbel, con Blanca Portillo, dio el ritmo exacto a Madre (el drama padre), con efectos desternillantes. Jardiel revivía. Ahora Ernesto Caballero retoma esa exigencia jardeliana, orquestando con propiedad un movimiento escénico con tantas ramificaciones. Es así como se logra aquella ambición espiritual de Jardiel de renovar la risa. Dicho en sus propias palabras: “Arrumbar y desterrar de los escenarios de España la vieja risa tonta de ayer, sustituyéndola por una risa de hoy en la que la vejez fuera adolescencia y la tontería sagacidad. Ya esa risa joven y sagaz, cuyo esqueleto estuviese hecho de inverosimilitud y de imaginación”. Carcajadas perspicaces colmadas de fantasía que recobran una vitalidad plena en el Teatro María Guerrero.

Al comienzo de cada acto, la sutil conversación entre el espectro de Jardiel y el de Eloísa, al que Ernesto Caballero ha proporcionado una fraternidad secreta, desmonta sin alegatos ni énfasis, pero con gran eficacia, esa polvorienta capa de prejuicios y estupideces que se fue depositando sobre la vida y la obra de este extraordinario renovador de nuestra escena. Al mismo tiempo, Ernesto Caballero honra al Jardiel soñador con nuevos modelos escenográfico, a aquel que luchaba contra las escenografías inmóviles e ideaba decorados que se moviesen rápidamente, acercándose a las mutaciones cinematográficas que conocía tan bien, e imprimiendo en ellas no solo movimientos horizontales sino también verticales. Una intuición futurista a la que rinde honores la escena final de este montaje.
El diseño del escenógrafo Paco Azorín nos proporciona muchas más sorpresas. El espacio escénico de la casa de Pepe y su esposa Leticia no es propiamente una vivienda, sino una réplica a escala en el escenario de la estructura de palcos y butacas del propio María Guerrero. Por un lado, esta reproducción del teatro en el escenario del teatro, subraya el carácter esencialmente de juego que subyace en el arte dramático, más allá de la imitación y calco de la realidad. Pero aún más lejos de este mensaje conceptual, esta escenografía lanza al público otra interrogante: ¿Dónde está la representación, en el escenario, o en los espectadores? ¿No están uno y otros, actores y espectadores, en idéntico espacio escenográfico? ¿Quizá no seremos más que simples actores que interpretamos pasajeramente nuestra vida? Las analogías y equivalencias introducen suavemente una inquietud de fondo. Cuando la obra eleva en un movimiento vertical el decorado, constatamos que detrás no hay nada, oscuridad, vacío. ¿Y si debemos ser actores de nuestra propia existencia, tan contradictoria e inverosímil como una pieza experimental, porque en caso contrario nos encontraríamos con una oquedad sin vida? ¿Es la invención teatral la esencia de nuestra supervivencia cotidiana? Con Jardiel, un escritor de ida y vuelta, tenemos un disfrute humorístico asegurado, y también una meditación insospechada que se nos mete por debajo de la puerta.