Aunque es preciso reconocer y felicitarse por el cambio producido en la mente colectiva respecto a la igualdad entre sexos desde 1995, año en que la escritora Rosa Montero (Madrid, 1951) publicó Historias de mujeres, hasta hoy, también lo es que el desconocimiento general y la resistencia al cambio del canon (libros de texto, de crítica, de historia, antologías, en el ámbito de las enseñanzas medias o universitarias, por citar lo que mejor conozco) continúan siendo persistentes; por eso, resultan de nuevo sorprendentes e impactan de la misma manera los artículos que la autora y la editorial Alfaguara rescatan y vuelven a poner en circulación bajo el título Nosotras. Historias de mujeres y algo más. El proyecto inicial ha sido ampliado, completando la edición con otra biografía -la de Irene de Constantinopla-, con un nuevo capítulo que suma unas ochenta páginas con más de noventa semblanzas que abarcan desde el siglo III a. C. hasta nuestros días, y un nuevo prólogo a esta edición. Además de las ilustraciones de María Herreros, igualmente poderosas; mujeres de miradas inquietantes y directas que logran «enamorar mediante la imperfección». En el intermedio, otra edición de 2007 había incluido ya algunos cambios sobre la primera. Estos y los de ahora son interesantes porque dejan constatación de la evolución y el camino recorrido socialmente en estos veintitrés años.
Quiero comenzar sin rodeos ni ditirambos por recomendarles que lean este libro; se lo beberán a grandes sorbos igual que lo he hecho yo -pese a conocer de antemano a los personajes que retrata y muchas de sus circunstancias-, enganchada a estas biografías singulares, o no tanto, pues en muchos aspectos es fácil reconocerse y reconocer posiciones, circunstancias y actitudes de nuestras propias vidas, por poco extraordinarias que hayan sido. Y ahí radica parte del impacto que producen, en la identificación que de una u otra forma todos sentiremos, en el reconocimiento de un orden social, de un estatus, que hemos vivido y aceptado con naturalidad, con la naturalidad que dan los hábitos, los usos sociales, la mentalidad de cada época, lugar y cultura, que suelen ser aceptados como inamovibles e incuestionables. El decurso de la Historia demuestra que, de los ámbitos que conforman su análisis, el económico, el social y el de las mentalidades, es este último el de mayor resistencia al cambio.
Tal y como asegura la autora al inicio, me gustaría resaltar que es este «un libro que lleva detrás un trabajo inmenso». Pese a ello, Rosa Montero no ha querido ofrecer un ensayo al estilo académico o periodístico, sino «vertical y desordenado», partiendo de una pulsión, de un atisbo de la sustancia misma de cada vida y circunstancia. Pero se hace patente que, pese al estilo de matiz narrativo y esa prosa directa y fresca propia de la autora, estos ensayos tienen detrás una labor de investigación laboriosa y objetiva; aunque después, y por eso funciona tan bien la identificación de que antes hablaba, «una vez construido ese entramado documental -dice Montero- intenté vivirme dentro de cada una de las mujeres […] traté de entender cómo se vería el mundo desde los ojos de esas personas, con esas circunstancias biográficas, esa cultura, ese contexto histórico».
Las dieciséis reseñas biográficas que conforman el grueso del volumen no siguen ningún patrón salvo que, de alguna manera, estas vidas le «hablaron» a la autora: la «larga huida de la negrura» y el «combate secreto contra el caos» de Agatha Christie; la soledad e injusticia que sufrió la escritora y revolucionaria Mary Wollstonecraft , autora de Vindicaciones de los derechos de la mujer, así como su hija, Mary Shelley, “madre” de Frankenstein; la compleja y doble cara de Simone de Beauvoir, la fuerza de su independencia y su peculiar, apasionada y tormentosa relación con Sartre; el silencio de María Lejárraga, diputada socialista y feminista, quien dejó que figurase el nombre de su marido en todas sus obras teatrales, dirección de revistas e incluso discursos feministas; Laura Riding, que ejercía una enfermiza influencia, «vampiresca», sobre quienes la rodeaban, especialmente con Robert Graves, su pareja durante trece años; la oscura, dura y estrecha vida de las hermanas Brontë, llenas de dolor y de tragedia como sus novelas; Alma Mahler, arquetipo de «la mujer», perfecta madre y amante de sus hombres, cuyo «logro (y su total derrota) consistió en cumplir los deseos masculinos»; la humillación final de lady Ottoline Morrrell, gran mentora, mecenas, protectora -e incluso amante- de sus protegidos, a quienes congregó en el salón intelectual más importante del Londres del primer tercio del siglo XX; la terrible Aurora Rodríguez, verdugo de su propia hija Hildegart; la incorruptible George Sand; la extraordinaria historia de Isabelle Eberhardt; la tremenda personalidad de Frida Khalo; Margaret Mead, que revolucionó y popularizó la antropología; el genio acallado entre las paredes de un manicomio de Camille Claudel; o la entrega incondicional de Zenobia Camprubí, que -entre otras cosas- no viaja a Boston para recibir tratamiento contra el cáncer por no dejar solo a Juan Ramón, o que pasa horas encerrada en el servicio porque, cuando el poeta escribe o echa la siesta, «no soporta ningún ruido o movimiento»... Un día escribe en su diario: «Me puse nerviosa encerrada en el baño mientras Juan Ramón dormitaba, pues el día estaba bellísimo».
Queda claro que Rosa Montero, como ella misma resalta, no ha pretendido sublimar la figura de la mujer, ni exaltar a heroínas o señalar víctimas y victimarios, sino mostrar «la humanidad cabal y plena, con todas sus luces y sus sombras», de mujeres entre las que, al igual que los hombres, las hay admirables y también crueles, vengativas y perversas; entregadas y también egocéntricas y desquiciadas; en definitiva, ha querido relatar vidas que son personalidades complejas. Junto a ellas, el resto de hombres y mujeres que -probablemente- no formaremos parte de la Historia estamos igualados en compartir bondades y maldades, sentimientos y actuaciones encomiables y execrables. Lo que se hace necesario entonces es que aquellas sean visibles en la misma medida en que lo son los hombres, y conseguir que desaparezca -valga la paradoja- esa invisibilidad tan difícil de hacer manifiesta; que no sucedan cosas como que en los textos de Bachillerato, por poner un ejemplo extremadamente claro, no aparezca en la Generación del 27 ningún nombre de mujer, pese a las muchas y valiosas que hubo; difundir lo que muchas mujeres, contra todas las trabas impuestas por su precaria educación, prohibiciones y costumbre, aportaron: científicas, escritoras, pintoras, arquitectas, empresarias, escultoras, matemáticas, aventureras, compositoras, guerreras, reinas, sultanas y un largo etc., cuya obra «parece mostrar una especial tendencia a perderse». Casos como el de la astrónoma Sophia Brahe (1556-1643), quien calculó las tablas de posición de los planetas sobre las que se basaron los estudios de Kepler; Sofonisba Anguissola (1535-1625), autora del retrato de Felipe II atribuido a Sánchez Coello; Hildegarda de Bingen (1098-1179,) introductora del lúpulo en la fabricación de la cerveza.
Que nadie tenga, en suma, que esconder su condición sexual para crear o mostrar su obra, ni se diga de ella que el único «fallo» que tenía era ser mujer, como le sucedió a la sultana Radiyya (1205-1240); que se conozca la importante labor que durante la Edad Media realizaron las abadesas de Fraumünster, similar a la de los señores feudales; que se publique y se lean tantas obras escritas por mujeres, como el libro de caballerías Cristalián de España, de Beatriz Bernal, tan famosa en su época; que se hable de las catedráticas en la Universidad de Bolonia, de las pocas universidades que admitía a mujeres en sus aulas; que se sepa que hubo samuráis que, al igual que los hombres, guerreaban y se quitaban la vida de forma terrible por honor. Que ahora mismo, en nuestra actualidad, ningún estudio revele que, ante los mismos síntomas, a las mujeres se les prescriben más ansiolíticos y antidepresivos mientras que a los hombres se les hacen más pruebas diagnósticas; que las mujeres tengan un 50% más de posibilidades de que su diagnóstico de cáncer no reciba igual atención diagnóstica y su dolor sea infravalorado; que no suceda que para cubrir un puesto en un conocido supermercado el sueldo y las condiciones laborales se ofrezcan de antemano descompensadas por el hecho de que el solicitante sea chico o chica, como reveló hace unos años una cadena de radio que realizó el experimento; que se alcance esa cosa tan obvia y de Perogrullo, pero tan difícil al parecer, de que haya una mirada común para hombres y para mujeres.
Pero, cuidado -y no nos engañemos atribuyendo esta situación y considerándola un tema de hombres-, creo peligroso caer en un antimachismo de una sola dirección, porque las mujeres, también lo advierte Montero, «compartimos el mismo desdén discriminatorio sin advertirlo. Es lo que tienen los prejuicios: al ser anteriores al juicio, resultan invisibles». Y esta visión me parece muy acertada. Y más aún las palabras de aquel filósofo ilustrado, el marqués de Condorcet: «O bien ningún miembro de la raza humana posee verdaderos derechos, o bien todos tenemos los mismos: aquel que vota en contra de los derechos de otro, cualesquiera que sean su religión, su color o su sexo, está abjurando de ese modo de los suyos».