Los ingratos, la novela del periodista y escritor Pedro Simón (Madrid, 1971), es una historia preciosa en su sencillez, deliciosa, tan tierna e inocente que fluye clara en cada renglón, tan honda que emociona hasta los tuétanos, tan sentimental que conmueve y agita en lo más profundo. Con estas características no es extraño que haya ganado el Premio Primavera de Novela 2021, concedido por la editorial Espasa en colaboración con Ámbito Cultural.
Gana también el corazón del lector por todo lo que tiene de profundamente humana, porque nos hace recordar pasajes de nuestra propia vida y nos obliga a unirnos al homenaje y a la expresión de profundo agradecimiento hacia todas esas mujeres que trabajaron como internas, tatas, muchachas, niñeras o como queramos llamarlas aun a riesgo de quedarnos siempre cortos, que ayudaron a sacar adelante el día a día de las familias numerosas de los 70. Empleadas domésticas pero fueron mucho más que eso, que vivieron durante años bajo nuestro mismo techo, dieron purés, sonaron mocos, curaron rodillas, cantaron nanas, velaron fiebres, hicieron deberes y prepararon meriendas. Sacrificadas, pacientes y muchas veces olvidadas cuando dejaron de hacer falta, cuando crecieron los niños a los que criaban. Pertenecían a una España rural que “todavía miraba sin cruzar” pero, de tanto enseñarnos a jugar y a vivir, de tanto amarnos, nos dieron el impulso definitivo para que, ya de adultos, nosotros sí nos atreviésemos a cruzar.
La historia arranca en 1975 a bordo de un Simca 1200. Un matrimonio con sus tres hijos viaja rumbo al nuevo destino laboral de la madre, maestra rural. David, el más pequeño, habla en primera persona, utiliza “el plural. Pero el plural era mi madre y nadie más. Singular, sola, un número gramatical que no pesaba ni cincuenta kilos y que tenía el marido en Madrid”. Por eso, cuando se instalan en el pueblo y mamá no tiene más remedio que convertirse casi a tiempo completo en la señorita Mercedes, necesita a alguien que le ayude, a alguien que cuide a sus hijos, que quiera quererles mientras ella está ocupada preparando clases, corrigiendo exámenes y limpiando pizarras.
La que va a hacer de mamá, “la que manda si yo no estoy en casa”, es esta señora tan grande y fea, tan sorda y buena, que pincha un poco cuando te besa y va vestida con un delantal, que está dispuesta a todo por casi nada y que se llama Emérita, la Eme. La relación que Eme establece con David, el pequeño de la familia, lo que significaron el uno para el otro de por vida, es el núcleo sobre el que gira toda la obra, que además también nos habla de solidaridad entre mujeres, familias que quieren prosperar, vínculos más fuertes que los lazos de sangre y del olvido final.
Salvando las distancias, recuerda un poco a la película Roma (2018) del director mexicano Alfonso Cuarón, que también trata con profundo cariño la relación que se establece entre los niños de una familia rica y la muchacha que los cuida. En Los ingratos se rememora la infancia en un pueblo de la España de la Transición. El personaje de Emérita está tan amorosamente descrito que, a medida que lees, vas empapándote de su forma bondadosa de ser. A través de monólogos interiores se expresa a corazón abierto y resulta imposible no sentirla cercana, familiar, rebosante de sabiduría popular y ancestral, completa como la vida común y la gente corriente. Es una obra de ficción llena de realidad que nace de una deuda pendiente, del convencimiento de que “con esa mujer y en aquel pueblo había descubierto la democracia, la papiroflexia, la desnudez femenina y la masculina, las fronteras de fuera y las marcas de dentro, los niños muertos y que madre, lo que se dice madre, no hay más que dos”.
La Eme estaría orgullosa.