Vengo de ese miedo narra la relación con un padre y su posterior pérdida. Ambas vivencias marcan a quien refiere esta historia. Su decidida voz, minuciosamente detallista, consigue convertir a la obra en un paradigma de honestidad, intensidad y despojamiento de la intimidad. Etiquetarla como hiperrealista o casi (auto)biográfica da pautas para una lectura sombría en la que, en paralelo, se percibe latir con fuerza la vida; una lectura apasionante y cautivadora en todo momento.
A la hora de configurar al perfecto monstruo que resulta ser ese padre innominado se intercalan, desde una primera persona ubicua y doliente, anécdotas espeluznantes y dramáticas con serenas reflexiones sobre la vida y la escritura. Contados desde el tiempo presente (en 2017 el narrador tiene 45 años) los episodios elegidos (de adolescencia, juventud y madurez) exigen la presencia del «yo-autor», algo que no tiene discontinuidad. Estamos frente a una notoria introspección donde el grave pensamiento mantenido empapa cada página del libro. Dado el tenor de lo referido, la visible ausencia de comicidad resulta comprensible.
Vengo de ese miedo es una obra sentimental donde el narrador, desde su óptica –de forma catártica pero también autodestructiva– va descubriendo sus obsesiones afectivas y sensitivas en la búsqueda de sí mismo. No maquilla la complejidad que supone tal camino: en él predomina un omnipresente miedo que, acompañándolo desde su infancia, pronto es robustecido con potentes sacudidas de vulnerabilidad, inferioridad, vergüenza y autocompasión.
«Crecer con unos referentes alcohólicos, drogadictos y maltratadores para los que los hijos eran un estorbo, provocó la normalización de la disfuncionalidad y desconfianza».
En este íntimo desvelar hallamos la mayor virtud del sincero testimonio. De su interior surge el origen de la compleja cuestión: ¿Hasta dónde resulta humano soportar el sufrimiento moral (y físico)?
Para su ejercicio de exploración del yo, el narrador racionaliza de forma honesta los complicados deseos de reconciliarse consigo mismo, y, simultáneamente, de reconocer –y alimentar– la necesidad de proyectar una imagen que logre la aceptación de los lectores. El análisis de un padre alcohólico, drogadicto, maltratador (y otras lindezas), consigue avivar nuestra más fisgona curiosidad. Y si bien tal exhaustividad anima ese hurgar en trapos sucios ajenos, asimismo, induce a la exploración de miserias propias. Este libro sin pudor, transgresor, nos deriva a acontecimientos personales y ello, a pesar de que el proceso no resulte placentero, resulta algo de agradecer.
Por medio de un estilo serio, sencillo y concienzudo, el narrador desgrana sus acomplejadas frustraciones emocionales que, por más que intente cercenar, le crecen una y otra vez en ese nido de serpientes que son sus recuerdos.
«La memoria reformula el dolor. Lo vuelve maleable, lo justifica, lo hace respirable incluso, si lo que cuenta es terrible. Sin ser sincera del todo, la memoria es la única herramienta que tenemos».
La voz narradora usa las palabras «como si estuviera en el centro de un tornado que fuera desgarrando fragmentos de lo que soy, de lo que he sido».
«La escritura abre zanjas. Galerías subterráneas, igual que una topera». «Escribir es lo contrario a huir. Requiere voluntad, esfuerzo, perseverancia y haber encontrado el mundo. También habitarlo».
Con estructura lineal, nada fragmentaria, en la que múltiples flashbacks iluminan esos cinco periodos de vida en que viene dividido el libro, se muestra la relación con el padre desde la niñez y adolescencia hasta la adultez. «Mi padre se comparaba conmigo en cada cosa que hacía y se cuidó de que no lo superase. Mi padre deseaba y desea que yo fracase». La sórdida y a la vez aliviadora muerte del padre permite asistir al lamentable fin de una existencia llena de oprobio (y condenada al infierno que merecen sujetos así).
Esta extenuante introspección o bajada a los infiernos, en los que se deja la piel a jirones, sirve también a su narrador para dar aliento a personas de carne y hueso. Por encima de todas, esa madre borracha e irresponsable entregada al monstruo con absoluta dependencia hacia él, pero sin olvidar otras imborrables presencias –que aparecen a modo de biográfico quest–: su hermano, las tías de Valencia y Madrid, profesores o compañeros de clase, y antiguos amigos de francachelas del padre a quienes el narrador trata de entrevistar (pocas veces lo consigue) para con sus testimonios perfilar, de la más fidedigna manera, el bestial contorno de su progenitor.
El tramo final de Vengo de ese miedo, durante el cual el narrador y su hermano intentan –sin éxito– limpiar la presencia del padre tras su deceso, es desolador. Asumir dicha imposibilidad nos recuerda que la muerte está en todas partes acechando, imponiendo su existencia y su poder; cómo su caza de personas que por tan refinada maldad parecían llamadas a la inmortalidad es igualmente inexorable… Pero, ¡ay!, el poso que estas dejan resulta tan visible como su presencia ignominiosa e intimidatoria.
Vengo de este miedo alumbra la vida de un ser aborrecible. La metáfora «matar al padre» crece aquí como la más escalofriante realidad. Matar al padre desde el miedo que él ha creado, acabar con él desde el odio. El libro es un crudo espejo donde contrastar nuestras biografías. Su narrador lo tiene claro:
«Quería matar a mi padre, el asesino de mi madre, el que abusó de su hijo, el que depositó sus frustraciones contra nuestros cuerpos, el amigo perfecto que divertía a los demás e invitaba generosamente. Y la única manera de hacerlo es escribiendo».