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TRIBUNA

Historia de los libros perdidos

jueves 04 de mayo de 2023, 18:47h

¿Ausentes o en otra parte? ¿Qué amante de los libros no ha fantaseado con el hallazgo de un título perdido? Yo mismo lo he vivido con varios, sin ir más lejos con Las semanas del jardín de Cervantes, y parece que no he sido el único. Otros, sin embargo, han dirigido su empeño a localizar lo inencontrable, como el famosísimo Necronomicon lovecraftiano, quizá el libro inexistente más celebrado, del que aún pueden hallarse ofertas de venta y que en los sesenta llegó a poseer una ficha en la Biblioteca General de la Universidad de California. Personalmente, a veces sufro ejerciendo la historia-ficción y me imagino cómo los escritos de Aristóteles no sobrevivieron (en realidad, solo lo hicieron los textos esotéricos, pero no los exotéricos) al novelesco entierro en la cueva, los sucesivos intercambios mercantiles, un naufragio, etc.

En 2016 la editorial Pasado & Presente publicó Historia de los libros perdidos de Giorgio van Straten. En este ensayo, el autor toma el siguiente planteamiento: «Los libros perdidos son aquellos que existieron y ya no existen. (...) Yo entiendo por libros perdidos aquellos que el autor escribió, aunque en alguna ocasión no llegó a terminarlos» (p. 9 | 10). Selecciona ocho geografías (siete, siendo estrictos): Florencia, Londres (en dos historias), París, Drohobycz, Moscú, Dollarton y Portbou; y ocho escritores: Romano Bilenchi, Lord Byron, Ernst Hemingway, Bruno Schulz, Nikolái Gógol, Malcolm Lowry, Walter Benjamin y Sylvia Plath. A este abanico de nombres lo une la desaparición de una o varias de sus obras; los motivos, en cambio, difieren: coherencia interna, censura y reputación, maletas perdidas, evanescencias, excesos de ambición y autoexigencia, alcoholismo, mala fortuna, depresión. De todos modos, si un elemento hay que destacar, ese es el fuego, mucho fuego.

A través de sus páginas nos encontramos con un libro que leído por van Straten, y dos o tres personas más, nadie podrá volverlo a hacer: la segunda mujer de Romano Bilenchi, albacea y compañera de viaje del autor, destruyó el manuscrito de Il viale, una novela inacabada, con dos borradores enfrentados y que se ubicaba en el largo silencio de treinta años que atravesó su trayectoria. Los motivos, aunque poco claros, parecen ser de conciencia (crítica, en este caso). El siguiente capítulo nos habla de las memorias que un grupo distinguido decidió, no por unanimidad, borrar de la faz de la tierra: eventos personales (matrimonio, incesto…) y, sobre todo, una exposición de relaciones homosexuales que, ampliamente practicadas, debían realizarse con recato en los albores del siglo XIX, donde en Inglaterra uno se jugaba primero la picota y después la horca.

Leeremos sobre un ladrón que se apropió de una maleta con los primeros momentos de la carrera de un narrador, tres años que se volatilizan en minutos. También sucederá una venganza entre dos oficiales nazis, que acabó para siempre con la obra cumbre de un escritor cumbre, de la que nos quedan dos capítulos publicados en forma de relato –¿habrían sido excluidos?– y la frase inicial en el recuerdo de un amigo (maravillosa, dicho sea de paso); además, cuando años más tarde parece que el texto podría renacer, un fatal accidente cercena de nuevo la posibilidad. Luego descubriremos cómo el camino a la autoperfección impulsa a su autor a arrojar a la chimenea el manuscrito que contenía la segunda parte de su gran obra, incapaz de abarcar con su pluma el objetivo marcado.

El alcohol, la poca cabeza y el fuego se alinean para terminar con un volumen de más de mil páginas, y esa tríada imposibilita que su creador tenga las condiciones de ánimo necesarias para reemprender la aventura. Otro caso será el de la huida fatal de una Europa destruida por el fascismo, unida a la mala suerte del momento inoportuno, que empujan al suicidio a uno de los teóricos más inteligentes que nos ha entregado el pasado siglo; con él, se pierden los papeles, cuyo tema se desconoce, que viajaban en una maleta negra que mantenía consigo con empeño. Finalmente, los estragos de la depresión harán acto de presencia, para llevarse la vida y la literatura de uno de fenómenos poéticos del siglo XX.

Ahora bien, si no creemos en la resurrección de la carne, cabe poner nuestra fe en la resurrección libresca, y esperar que van Straten nos regale una Historia de los libros reencontrados, cuyo título, si el lector se anima a acercase a este ensayo, también podría ser Contra el fuego y las maletas. Volviendo a la historia-ficción, en ocasiones sueño con un nuevo fragmento que venga a recomponer el puzle de los poemas de Safo, con una tablilla rediviva del Gilgamesh, con la Fuente Q, si alguna vez existió… Estas cosas ocurren: ocurrió con Aristóteles en el siglo I a. C. y con Emily Dickinson tras su muerte en 1886. La fe, decía, la podemos depositar entonces en la permanencia de la literatura, hábil jugadora al escondite, y aceptar a pies juntillas aquello que escribió Bulgákov en El Maestro y Margarita: «Eso no puede ser. Los manuscritos no arden».

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