Tusquets ha publicado Descampados, de Manuel Calderón (Peñarroya-Pueblonuevo, Córdoba, 1957), un libro que nos habla de los descampados como concepto, de los descampados como terreno poético situado a las afueras de la ciudad, como espacio periférico y fronterizo, rotundo presente que se pisa entre el pasado y el futuro esperanzador, tierra apelmazada que se extiende sobre la idea de lo que está por construir. Los descampados que tantos niños de los 70 teníamos enfrente de casa, por los que pasaban ovejas, luego deambularon yonquis y ahora parecen estar demasiado lejos. Descampados frente a los que crecer y empezar a labrarse un porvenir, que la urbe fue engullendo con el hambre de la inmigración rural.
Terrenos de tierra durísima y algunos charcos, sobre los que se proyectaron nuevos edificios y avenidas, en los que “se llevaban a cabo las tareas más domésticas o privadas inconfesables: matar a un conejo y, tras desangrarlo, comérselo en una paella; enterrar a un perro, hacer el amor en el coche” y en los que “brotaba la primavera con una exuberancia clandestina, no al alcance de todos, pues hay que amar la lejanía”.
Descampados como los que recuerda el autor que conoció al llegar en 1970 a Barcelona, la ciudad inundada “por la luz de la modernidad”, y que le sirven para vertebrar un libro de memorias que es además un retrato colectivo y un homenaje a muchos. Manuel Calderón ha dedicado al periodismo cultural toda su vida profesional. Licenciado en Filosofía por la Universidad Central de Barcelona, ha trabajado en El Noticiero Universal, El Sol, ABC y La Razón. Acumula la experiencia de lo glorioso vivido al lado de grandes artistas, conocimientos extensísimos, cultura a borbotones que brilla en cada párrafo y se encadena a base de incontables citas.
Porque Calderón empieza a hablar de descampados y sigue con la muerte de Pasolini, y sus saltos en la memoria familiar van zurcidos con el hilo de las palabras que dijo Borges, alimentados de Cabrera Infante, Rulfo, Panero, Heidegger y Platón, con las letras de todos los libros que recuerda haber leído, de la Pentesilea, periferia de sí misma, de la que hablaba Italo Calvino en Las ciudades invisibles, de la “auténtica desdicha” que Camus conoció en los “fríos arrabales”, del “desierto afectivo”, “la nada quemada por el sol” que es donde el arquitecto Renzo Piano piensa que “los ciudadanos hacen crecer sus deseos y aspiraciones”. Calderón divaga, enseña y entretiene.
Cuenta mil historias, alumbra tesoros, señala caminos. Atesora una narrativa que ha ido puliendo año tras año, crónica a crónica. Ha vivido lo que es acompañar a Antonio López para que pintara “ese erial de derrumbe” que eran los terrenos de Sta Eugenia, en la carretera de Valencia. Ha visto cómo se quemó el Liceo de Barcelona, ha estado en inauguraciones, festivales y muestras artísticas de todo tipo, puede saltar con gran agilidad de Gil de Biedma a Cartier-Bresson, hilando unas ideas con otras a lo largo de las páginas.
Además, es profesor en el Máster de Periodismo Cultural de la Universidad San Pablo-CEU y escribe en varias revistas, ha publicado anteriormente las novelas Bach para pobres, El hombre inacabado y El músico del Gulag, ha conocido a muchos de los más grandes, pero quiere contarnos quiénes fueron sus padres y de dónde viene él, reivindicar sus raíces mientras ejerce la libertad de su escritura y vuela suelto por el cielo sobre el descampado de su niñez.
Leer a Manuel Calderón es abrir un poco más los ojos y las entendederas. En Descampados habla de muchas cosas, porque ha vivido con el privilegio del contacto continuo de la cultura y el arte. Desde la afortunada atalaya desde la que contempla el discurrir de su tiempo, también logra explicar la genialidad de un saber universal, mezcla de todas las disciplinas, que traspasa fronteras porque es el orgullo de todo el género humano y que salvaguarda contra definiciones tan simplistas y poco afortunadas como la que el Gran Diccionari de la Llengua Catalana da para el término charnego (xarnego); “Persona de lengua castellana residente en Cataluña y no adaptada lingüísticamente a su nuevo país”.