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EL TEATRO EN EL IMPARCIAL

La ternura, de Alfredo Sanzol: el triunfo sobre el miedo

viernes 09 de junio de 2017, 13:23h
El trabajo en talleres prácticos sobre los orígenes de la comedia en Shakespeare, en el marco de la iniciativa Teatro de la Ciudad, inspira a Alfredo Sanzol a reutilizar de un modo personal el humor clásico. El resultado es una pieza desternillante, perfectamente construida, que bajo su apariencia tradicional, ofrece redobladas energías para triunfar sobre nuestros temores.

La ternura, de Alfredo Sanzol

Director de escena: Alfredo Sanzol

Intérpretes: Paco Déniz, Elena González, Natalia Hernández, Javier Lara, Juan Antonio Lumbreras y Eva Trancón

Lugar de representación: Gira por España

La Armada Invencible no fue enviada a luchar contra las tormentas, afirma la infantil leyenda puesta en boca del emperador Felipe II. Pero ya dispuestos a lidiar con pueriles fábulas, ¿qué pasaría si el temporal que hundió tantos navíos de aquella expedición hubiera sido provocado, en realidad, por el berrinche de una reina con poderes mágicos para causar tales diluvios? Si tuviéramos que elegir entre uno u otro mito, sin duda resulta mucho más divertido este segundo que nos propone Sanzol. El sofoco de una soberana hechicera, decidida a proteger a sus dos hijas de un mal matrimonio, puede ser más temible que el más furioso ciclón.

Tras el divertidísimo alegato con el que la reina Esmeralda explica el motivo del hundimiento de la Armada Invencible y la llegada de las tres náufragas a la isla solitaria donde pretenden ponerse a salvo, los percances no darán tregua, con incidentes cada vez más inesperados y desternillantes, que llevan al público de la sonrisa a la carcajada, y de la carcajada a una risotada aún mayor, en una permanente escalada humorística. Entre otras cosas, porque la isla deshabitada en la que recalan las tres mujeres resulta estar insospechadamente habitada, lo que les obligará a disfrazarse, simular identidades, embrollar la trama y salvar los trances difíciles con los sortilegios cada vez más disparatados de la reina Esmeralda.

Con La ternura estamos, pues, ante la comedia más hilarante de Alfredo Sanzol. Lo que no es poco decir en un autor que ya nos tiene acostumbrados a obras repletas de ingenio, risas, chispa jocosa y una audaz comicidad que se filtra con frecuencia en las situaciones de mayor lirismo o que incluso se sobrepone a las experiencias más dolorosas. Ahora esta nueva cota de comicidad alcanzada por La ternura quizá se deba a la decidida inmersión de Alfredo Sanzol en el universo cómico de William Shakespeare. Obviamente no hay que ser un especialista en la obra del creador de Hamlet para disfrutar de las peripecias de La ternura. Pero los amantes del genial dramaturgo británico reconocerán de inmediato en la pieza de Sanzol no pocos lances inspirados en comedias shakespereanas como Sueño de una noche de verano, La comedia de los enredos, Como gustéis, y, sin duda, La tempestad, entre otras muchas más. Es así en tanto que la comedia de Sanzol se ha gestado en talleres teatrales sobre el Shakespeare humorístico. No en términos eruditos o teóricos, sino en ejercicios prácticos que desentrañaban los recursos manejados por el dramaturgo de Stratford-upon-Avon, tal como los retomó del género cómico clásico y los adaptó a la época moderna. Este ha sido el preámbulo de La ternura y de ahí procede esa impronta de las tácticas shakespeareanas para producir una profundidad cómica.

Alfredo Sanzol realiza una síntesis personal de todas ellas y las lleva a su terreno, el de su propia producción escénica anterior. Por lo pronto, el autor de Delicadas cancela todos los componentes sombríos que en numerosas ocasiones perturban la risa en piezas de Shakespeare como Medida por medida, Trabajos de amor perdidos o Cuento de invierno. A Sanzol le interesan más bien los resortes puntuales de la carcajada, depurando la acción de todo lo que no se dirija a este propósito fundamental. Esto presupone trabajar con cierto descaro irreverente ante Shakespeare. Ya sabemos que una excesiva veneración a su dramaturgia da pie, en no pocos casos, a puestas en escena aguadas, desvirtuadas, incluso cursis. Refiriéndose a otro extraordinario dramaturgo, Molière, el novelista y crítico Stendhal recriminaba a sus eruditos compatriotas que ensalzasen la puesta en escena de una de sus comedias cuando no se había escuchado una sola carcajada durante la representación ¿Dónde está la comedia si el público no se ríe? Una devoción desmesurada resulta inhibitoria, y la risa requiere cierta osadía e insolencia.

La ternura recupera así la libertad de movimientos que conduce a las risotadas sin corsé. Se desentiende incluso de las conocidas preocupaciones de Shakespeare para perfilar caracteres. Más que en construir caracteres, Sanzol se concentra, por el contrario, en un factor prioritario: la acción escénica. Una acción troceada en actuaciones paralelas de los personajes, que se despliegan y entrecruzan con la precisión de una jugada de ajedrez. El elemento dominante, ya heredado de Plauto, es el quid pro quo, una cosa tomada equivocadamente por otra, en sus infinitas variantes. Frases que se entienden de forma opuesta a su significado, planes trazados con absoluta lógica que se vuelven del revés para desembocar en todo lo opuesto a lo que pretendían, suplantaciones de personalidad para salir del trance, disfraces, mascaradas, virajes inauditos, pantomimas para salirse con la suya y engañar al otro… Cada vez que Elena González, encarnando en estado de gracia a la reina Esmeralda, exclama: “¡Tengo un plan!”, el público se regodea con nuevas carcajadas porque adivina que las situaciones más imposibles se van a convertir en posibles del modo más asombroso.

Aquí es donde Alfredo Sanzol trae las enseñanzas de Shakespeare a su propio terreno dramatúrgico, desde su inicial Risas y destrucción, hasta las últimas, con el hongo alucinógeno de La calma mágica, o la camuflada Mary Poppins de La respiración, en las que el no-sentido, el ensueño, la incoherencia, el mundo al revés, la ruptura de los mecanismos de causa-efecto, nos permiten verlo todo con ojos nuevos. La risa de La ternura no se queda en un puro juego formal. Detrás del más ingenioso golpe de humor, se esconde siempre el éxito sobre una amenaza doblegada. Hobbes definió la risa como la reacción emocional ante un triunfo, y en el mejor teatro cómico encontraremos siempre una victoria en relación con nuestras angustias y miedos que son derrotados. Esto es lo que sucede, a distintas escalas, en La ternura.

En un primer nivel, más superficial, estamos ante el éxito de los hijos contra la hiperprotección de unos padres que querían apartarlos de la experiencia del amor -"la ternura" de la obra-, para ahorrarles los sufrimientos y disgustos que pudieran acarrearles su juvenil enamoramiento. A una escala más profunda, la pieza de Sanzol implica la victoria sobre nuestros hondos temores a seguir, no nuestro camino, sino las pautas trazadas por las autoridades paternas, planeadas sin tener en cuenta nuestros sentimientos más genuinos. Y en una esfera más recóndita, la obra nos presenta el triunfo sobre cualquiera de los poderes que traten de guiar nuestra vida en direcciones que nuestro corazón no desea. En este triunfo último se sustenta la alegría que nos llega desde La ternura.

Frente a los viejos poderes, resentidos y desengañados, se imponen los jóvenes sentimientos repletos de una nueva esperanza. De un modo intuitivo, La ternura lanza ese mensaje de confianza en la renovación de una nueva época que se alza sobre otra extenuada que llega a su fin. Una obra construida con mano maestra para comunicar alegría e ilusión frente a cualquiera de los miedos provocados por la llegada de una nueva época.

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