El dramaturgo, actor y director gaditano nos ofrece una lograda obra que aborda la efímera fama, su esplendor y caída, mediante una historia de cambio de personalidad entre una rutilante estrella y una humilde limpiadora.
La cresta de la ola
Director de escena: José Troncoso
Intérpretes: Alicia Rodríguez, Belén Ponce de León, Ana Turpin y José Bustos
Lugar de representación: Streaming y gira por España
Dirigido por Alberto Conejero, el Festival de Otoño de este 2020 -al igual que otras muchas áreas de nuestra cultura y economía-, ha dado carta de naturaleza a opciones de las que se venía hablando tiempo atrás y que se habían empezado a experimentar en otros países, sin que fueran una realidad en el nuestro. La pandemia ha intervenido como impulso decisivo para vencer las últimas resistencias y materializarlas al fin. Junto a los estrenos convencionales en las salas, algunas obras se han ofrecido simultáneamente en streaming, por medio de internet, así como la fórmula de espectáculo transmedia. Ninguna de las dos modalidades va a sustituir al teatro directo, pero con toda seguridad se convertirán en fórmulas complementarias al espectáculo en vivo cada vez con mayor difusión y audiencia. De hecho, el streaming ya lo exploró el Centro Dramático Nacional (CDN) al concluir el confinamiento -con la trilogía La pira, formada por La conmoción, La distancia y La incertidumbre-, y, en realidad, lo verdaderamente extraño es que no se hubiera abordado antes sin necesidad de ser apremiados por circunstancias tan excepcionales.
Aclaremos que el teatro en streaming no es teatro televisivo, ni equivalente a un vídeo teatral. Tiene en común con ellos la intervención de las cámaras. Pero se distingue al transmitir la puesta en escena a través de vía cibernética lo que está sucediendo en el instante mismo en que la representación se produce sobre las tablas. No hay nada prefabricado, coincide con el riesgo de una acción que se origina en un momento y se desvanece en el siguiente. Lo que hemos visto supone los umbrales de una nueva forma de expresión artística, que deberá evaluarse para avanzar y conquistar un estilo artístico propio. En esta sección de El Teatro en El Imparcial, seleccionamos tres montajes de teatro en streaming del Festival de Otoño 2020, ateniéndonos a su calidad y diversidad de registros. Se trata, en todo caso, de espectáculos que ahora comienzan sus giras por los coliseos de nuestro país.
Empezamos, hoy, con La cresta de la ola, de José Troncoso. Es un pulso del teatro de calidad frente a los espectáculos de masas que alzan a un Olimpo efímero a personas incapaces de digerir y gestionar esa inmensa adoración popular. ¿Por qué la hostilidad hacia las grandes fortunas no alcanza a aquellas que acumulan inmensos capitales fagocitando las más frívolas apetencias de las masas, para conducirse siguiendo las manías, antojos y extravagancias de los más arbitrarios sátrapas? Cuando Jennifer López exige en sus tournés acostarse solo en sábanas de 250 hilos, Demi Moore lucha por conservar su belleza aplicándose sanguijuelas o Julia Roberts bañándose solo en agua mineral, Lady Gaga reclama que las cocinas de los hoteles donde se aloja estén abiertas las 24 horas a la vez que se costea a médiums que mantengan alejados de ella a los fantasmas, Marilyn Manson compra esqueletos de jóvenes chinas, o Paris Hilton da sepultura a su mascota, un cerdito, junto a la tumba de Marilyn Monroe, no es fácil distinguir estos comportamientos de los desvaríos de Calígula o cualquier otro personaje autodivinizado bajo la veneración de sus entusiastas seguidores. ¿Les hace más felices que al resto de los mortales? A juzgar por sus adicciones, tratamientos psiquiátricos e incluso suicidios, da la impresión de que no.
Pero en La cresta de la ola, José Troncoso incluye a muchos otros que se encaraman a la celebridad a una velocidad de vértigo para vislumbrar al poco tiempo el abismo que les aguarda: quienes se aúpan a la gloria mediante las revistas del colorín, o los enredos de sábanas y escándalos con alguien de notoriedad, o bien, cada vez con mayor frecuencia, llamando la atención con actuaciones chabacanas en alguno de los innumerables programas de telebasura que proliferan en nuestras pantallas. La pieza juega con la dialéctica entre el famoso y su devoto admirador, indagando en sus secretos vínculos y dependencias recíprocas. Una semianalfabeta Stella preside una gran fiesta de beneficencia contra el hambre de los niños del mundo. Ese simulacro de filantropía opera como las más efectiva máscara para edulcorar la opulencia de los favorecidos por la fortuna (quizá llegue hasta aquí un eco de aquel icónico montaje en las postrimerías del franquismo: Castañuela 70 -ideado por la compañía Tábano y el grupo Madres del Cordero-, tanto en el tema “A beneficio de los huérfanos y de los pobres de la capital” como en su estilo de teatro bufo que parodiaba la vieja revista musical).
Stella es idolatrada por Victoria, casada con un marroquí que quiere ser español, quien ha de limpiar y servir en la fiesta a esa protagonista que venera. Stella no es nada por sí misma, se lo debe todo al rendido deslumbramiento de Victoria y de otras cientos de miles de idénticas Victorias. Al mismo tiempo, Victoria no quiere ser ella, pues sospecha en su corazón que puede ser -o que es- Stella.
La puesta en escena de esta dialéctica ha sido pensada de forma muy inteligente. Los personajes salen a través de un exótico arco de proscenio teatral, con su correspondiente telón, de modo que al aparecer de esta manera se remarca que están viviendo en una especie de irreal teatro del mundo. Victoria debe extender una larga alfombra roja y mantenerla bien limpia para que destellen las celebridades como Stella. Sin embargo, en el exotismo orientalista del montaje, esa arquetípica alfombra roja, bien puede transfigurarse en una legendaria alfombra mágica con la que realizar un sobrenatural vuelo.
Y este, en efecto, se produce imprevisiblemente, pues Victoria asciende hacia Stella, convirtiéndose en su admirado astro, al unísono que Stella se desploma en la vida de fregona de Victoria. Este intercambio de existencias -Victoria convertida en Stella, y Stella en Victoria-, hace realidad el pensamiento oculto que palpita en millones de cerebros: “Si yo no fuera yo...”, “esta no es mi vida” “esta no soy yo”, deseo que subyace en la identificación y embeleso ante los personajes populares. Este planteamiento hace de la pieza un espectáculo similar a un Auto sacramental laico donde a ambos personajes se les otorga una existencia a prueba, dentro de la fama audiovisual del siglo XXI. Primero Stella, después Victoria, actúan como chonis repentinamente divinizadas en una consagración mundana. Y transitoria, como la luz de los cohetes artificiales en la fiesta nocturna. Esta parodia del Auto sacramental acondicionado ahora a la actual sociedad del espectáculo, se desenvuelve con el ritmo y la estética del cabaret y de la clásica Revista española, aunque ahora suene el machacón compás de la música electrónica de discoteca con su trivial letra: “Tararí, tarará, conçi, conça...”
Este divertido enfoque oculta en su interior una acerada crítica. La Stella transformada en fregona capitanea el deseo de las multitudes: una vez elevado el tótem, disfrutar de verlo caer desde las alturas para compungirse con la desdicha del ídolo arrastrado por el barro, gracias al derribo que ellos mismos han provocado. Un juego cruel de elevación y degradación que distrae a la masa de una verdadera transformación de sí mismos mediante un impulso de mejora y perfeccionamiento, vital y cultural, de su personalidad.

Las peripecias, a su vez, de Victoria, revelan el lado oscuro y mísero de la gloria, aunque se aferre a ese trasfondo sórdido a cambio de la droga de los aplausos. La obra apunta a una derivada tangencial vinculada a la política. Cuando uno de los personajes se marcha al más allá, lo hace saludando con la mano al estilo del rey emérito Juan Carlos I, y suena el himno nacional. Da la impresión, en principio, de ser uno de esos chistes fáciles intercalados de improviso para la jocosidad de una parte del público, a costa de provocar el enojo de la mayoría. Esa burla chusca asocia a la monarquía con una fama fugaz. Sin embargo, sin que fuese quizá su propósito, entreabre una línea en este “gran teatro del mundo”, que pudiera resultar muy fructífera: la de los líderes políticos honrados con una idolatría banal y efímera. Fenómeno persistente y de tradición secular, aunque las esperanzas puestas en nuestro país en la “nueva política” -un concepto, por cierto, robado a Ortega y Gasset, y acto seguido manipulado-, se han ido pronto al traste al constatar cómo los nuevos líderes obtienen adhesiones recurriendo a los trucos de los espectáculos más ínfimos y al estilo de polarización generado por los broncos debates chonis de la telebasura. Una veta crítica que no sería desdeñable explorar.
José Troncoso ha imprimido un ritmo veloz a sus personajes, con una dinamicidad adecuada al techno del “Tararí...”, sarcástico leitmotiv del diseño de sonido. Ana Turpin, que encarna a la estrella destronada, es quien mejor evoca los registros de la Revista y el cabaret, junto a Belén Ponce de León representando lo grotesco de quienes figuran a la sombra de los famosos cuando su tiempo ha caducado. Por su parte, Alicia Rodríguez transmite con acierto la agridulce experiencia de la fregona convertida por arte de magia en rutilante estrella, abocada a repudiar sus orígenes, y José Bustos cincela a la perfección un humilde y triunfante musulmán de farsa con una larguísima tradición en nuestras letras. Su final ambiguo nos deja en la duda si la rueda de la fortuna que alza y despeña a sus títeres seguirá girando de forma infinita, o si por el contrario todos estaremos condenados a sucumbir ante otras culturas más toscas, pero a la vez más auténticas y dispuestas al sacrificio y al trabajo. La diversión esconde en su interior una crítica y un aviso más amargos de lo que a primera vista parece.
El lenguaje de la cámara en el streaming, se ha resuelto aquí con austera eficacia. Se alternan los planos generales, con los primeros planos, los planos enteros, planos medios americanos y algún plano de detalle. La retransmisión y el juego de planos estaban escrupulosamente planificados. Sin embargo, en dramas de mayor complejidad psíquica de los personajes, este estatismo de la cámara actúa como un muro que paraliza que las emociones de los personajes nos lleguen en toda su intensidad. El teatro en streaming ha de resolver cómo introducir planos con la cámara en movimiento, incluyendo planos picados y contrapicados, cámara subjetiva o fuera de campo, fusionando el lenguaje teatral con el habla propio de la cámara. Todo un reto apasionante donde investigar.